En 2005 se cumplieron cien años del nacimiento de uno de los principales representantes del pensamiento existencial, Jean Paul Sartre. Los festejos y conmemoraciones entonces parecían sumidos en la misma polaridad que caracterizó la época del filósofo francés: el mundo entre guerras, cuando la ideología dividía a los hombres y sus pensamientos. La realidad actual dista mucho de la de entonces y, no obstante, la polémica sobre el auténtico valor de la obra sartriana sigue alimentando páginas de suplementos y publicaciones culturales, asumiendo posturas de respaldo o descalificación, tratando de comprender qué fue lo que en verdad llevó a que el siglo XX sea llamado, con Bernard-Henry Lévy, “el siglo de Sartre”.
Quedan lejos ya los días en que el
pensamiento, las posturas ideológicas y las filosofías regían el debate y el
andar del mundo. La caída del muro de Berlín trajo consigo no sólo la primacía
del modelo liberal sino la adaptación a éste de todo pensamiento socialista o
de izquierdas, el mercado como principal objetivo y la participación en el
intercambio de productos bajo el signo de la globalización, encabezada por el
poderío comercial estadunidense.
El liberalismo –hoy neo, pero liberalismo en fin de cuentas– , de la mano del mercado,
ha sabido dar un espacio a los productos de consumo cultural, incluso aquellos
que podrían oponerse a sus postulados, de suerte que es posible encontrar, por
ejemplo, atuendos hippies producidos
en serie, camisetas del Che Guevara sin mayor significado que una frase ya
vacía y convertida en lugar común, agrupaciones y partidos políticos que
critican al sistema mientras se benefician de sus arcas o se mantienen gracias
a sus dispendios sin intención auténtica, más allá de discursos o argumentos falaces,
de cambiar el estado y orden de las cosas.
Este lugar de protesta cómoda y de
algún modo necesaria para tener la excepción que confirme la regla es el que
ocupa también una de las filosofías que más adeptos tuvo en su momento pero que
hoy día ha demostrado no sólo su invalidez sino su falta de visión futura y la
irresponsabilidad inherente a sus planteamientos: me refiero al existencialismo
ideado por Jean Paul Sartre.
1.- Aniversarios opacos
Jean
Paul Sartre nació con el siglo XX, en 1905. Fue víctima durante su infancia,
como buena parte de su generación, de las consecuencias acarreadas por la
primera guerra mundial y que el propio filósofo retrató en una de sus
principales y más logradas obras en lo que refiere a su producción literaria, Las palabras, autobiografía que plasma
la experiencia del niño interpretada por los ojos del adulto, la descripción de
aquellos primeros años de encierro entre libros del abuelo, un padre fallecido,
madres y tías protectoras y el comienzo de una formación que llevaría a su
protagonista a elegir el cine y la literatura como actividades preferidas y que
serían desarrolladas más adelante por el pensador maduro, el filósofo
comprometido con causas tan diversas como las hubo en su momento, los múltiples
“ismos” políticos que Sartre defendió con obstinado vigor a lo largo de su
vida.
En 2005 tuvieron lugar en Francia diversas celebraciones que
conmemoran los cien años de su nacimiento, pero la realidad sobre el filósofo,
más allá de las efemérides, se encuentra muy distante a cualquier forma de
celebración: su obra teatral no se presenta en aquel país desde 2001; son
pocos, cuando no nulos, los discípulos que hayan defendido o continuado su
pensar, así como los grupos que utilicen su legado como bandera; los jóvenes
prefieren a Camus, más actual y más coherente en su hacer y su pensar[1];
y su filosofía ha sido superada y conciliada en su adolecer mayor, que fue el
presentar el lazo que une a los existentes como un conflicto o una servidumbre.[2]
Mucho se ha
comentado sobre la lectura mal intencionada de la obra sartriana. Esta
aseveración, no carente de verdad, tiene un sustento: la coherencia: la obra de
Sartre cambia conforme el filósofo madura pero jamás se remite al pasado para
llevar a cabo una crítica o revisión, simplemente adapta las situaciones del
momento a sus ideas para contar con un sustento teórico. De esta manera es
posible trasladarse del apoyo a los Estados Unidos presididos por Truman a la
defensa de la dictadura estalinista a mediados del siglo XX, afirmando en 1952
que “en la URSS existe total libertad de expresión” y tachando el Informe
Jruschov, que denunciaba los crímenes del dictador ruso, como “nefasto e
inoportuno” (1956); apoyó las actividades del FLN argelino y otros grupos
independentistas que emplearon la violencia y el terrorismo, y en 1972 atenuó
el tono de las condenas contra el atentado a la delegación israelí que
participaría en las Olimpiadas de Munich alegando que el terror era el único
medio con el que contaba el pueblo palestino frente a las potencias que lo
expulsaba de sus territorios[3];
su ruptura con el estalinismo fue en 1968, cuando la invasión a Praga, con el
castrismo en 1971 e incluso ha sido puesta en cuestión su participación real en
la resistencia durante la invasión alemana en Francia, bajo el argumento de
haber ocupado la cátedra de un profesor judío expulsado por su origen, contar
con cierta libertad de publicar sus libros (Las moscas y El ser y la nada aparecieron en 1943; A
puerta cerrada en 1944), así como, durante su época de estudiante en Berlín
(1933-1934), no haber caído en la cuenta del riesgo que representaba el asenso
del nacional-socialismo, más tarde fuente del nazismo. Otro dato mencionado y
recordado es la polémica que entabló con Albert Camus respecto de los campos de
concentración estalinistas, que defendió en nombre del establecimiento de una
sociedad sin clases.[4]
Más
allá de esta ambivalencia política, el todo de la obra de Sartre posee
características destacables: su teatro es moral y enfrenta conflictos como lo
justo e injusto, el bien y el mal, la violencia y la paz; pero quizá lo más
relevante es cómo fusiona el
pensamiento filosófico con la producción literaria, haciendo de sus personajes,
ya de novela o de teatro, los portadores de ideas que, en pocas palabras,
proponían la imposibilidad de contacto real y recíproco con el otro y situaban
a la nada como la grieta infranqueable, característica e inevitable del ser
frente a su prójimo.
El otro me humilla, me vulnera, me transforma en objeto para
poder coincidir conmigo y, textualmente, imponerme su punto de vista; el otro
al que, en sentido contrario, arrebato su propiedad de sujeto para convertirlo
en objeto y poder así llegar a un diálogo que jamás será entre iguales. Más
adelante se desarrollará este tema en amplitud; lo destacable, empero, es que
esta imposibilidad de intercambio sincero, franco y abierto parte de la
libertad individual, libertad al borde del libertinaje, sin mayor
responsabilidad hacia un prójimo con el que resulta imposible establecer una
comunicación real.
2.- Pensar el Otro, pensar la libertad
Resulta
complejo presentar los detalles de la filosofía de Jean Paul Sartre sin
referirse a los pensadores que lo influencian a lo largo de su carrera, sus
grandes rupturas y los elementos que toma y complementa de otros sistemas. El
existencialismo primero de Sören Kierkegaard, la ontología y la angustia de
Martín Heidegger, la negación del cogito
de Descartes y el antihegelianismo siempre basado en el propio Hegel, las
teorías políticas y sociales de Max Weber, el psicoanálisis de Freud o la
influencia de Merleau-Ponty y Simone de Beauvoir.
Sartre alimenta sus ideas al
tiempo que vive una época de libertad: libertad respecto del invasor, libertad
frente a las ideas de los otros, libertad de elección, de decir “no”; libertad
contra los avances mecánicos de la ciencia, libertad ante un Estado que
homologa, libertad en una masa que consume y transforma al yo en nosotros,
libertad de los países emergentes, de los oprimidos por la burguesía, el hombre
libre porque no tiene naturaleza, esencia o pasado que lo predetermine, el
hombre libre porque Dios no existe; los problemas del hombre reducidos a la
opresión, libertad como condena ineludible porque “no somos libres de dejar de
ser libres”, la libertad como angustia porque amenaza con modificar en
cualquier momento nuestro proyecto inicial, libertad como posibilidad última de
la realidad humana, libertad como argumento para decir que, por ser la propia
libertad el móvil detrás de todos los actos, no hay nada inhumano; la libertad
como obligación de liberarse para que la libertad misma exista: Sartre es, en
casi todos los sentidos, el filósofo de la liberación.
La teoría completa de
estas reflexiones se encuentra sobre todo en El ser y la nada, libro que, por cierto y si el dato sirve para
esclarecer el origen de las consideraciones del filósofo, fue concebido en un
campo alemán de prisioneros.[5]
El problema
siguiente, una vez asumida la libertad como condicionante, es el de la
responsabilidad, así como el de la moral, la relación con el prójimo. Sartre
defendió el existencialismo como un humanismo en el que cada individuo inventa
su camino, elige sus valores, “una filosofía que trata al ser en una situación
concreta en la que cada uno debe reflexionar y asumir su propia posición en el
mundo”, libremente, con la responsabilidad depositada solamente en la decisión
asumida, decisión que implica un compromiso que queremos tanto para nosotros
como para los demás.
Una moral en fin de cuentas subjetiva en la que “bueno” se
vuelve aquello que yo elijo como bueno, la existencia entendida como nada y el
deber de colmar esa nada con deseo, lo que demuestra no sólo que el hombre está
incompleto sin que su realidad está colmada de imposibles, plena de algo que no
se encuentra en el futuro sino en el presente, en la libertad abrazada “hoy”
que anula asimismo toda necesidad al momento de ejercerse, que llena de
responsabilidad al momento de actuar, una ética que anula el valor trascendente
de las cosas y las independiza de la subjetividad que el hombre impone: de
nuevo la libertad como elemento puntal del pensamiento, de la acción.
Las obras literarias de Sartre son en
buena medida representaciones de las posturas expuestas hasta este momento,
desde La nausea (“la imposibilidad de
la comunión de las almas”), Huis-Clos
(“el infierno son los otros”) o Saint
Genet, comediante y mártir (“la libertad no es sino lo que hacemos de lo
que han hecho de nosotros”), hasta Las
moscas (en el que aborda el tema del destino) o la Crítica a la razón dialéctica, una de sus últimas publicaciones y
en la que intenta emparentar sus ideas con las del marxismo, al tiempo que
aborda las relaciones del ser en sociedad, con otros seres, con los grupos a
los que decide apoyar, entremezclando una filosofía que postula la libertad del
individuo con una teoría política que asumía al hombre, palabras más, palabras
menos, como “un animal que trabaja, en una sola clase y cargado de ideología”.[6]
En este punto, la intervención del Otro, de la otredad, se vuelve un imperativo
del que Sartre no duda en renegar, tachar de imposibilidad y argumentar de este
modo mediante un complejo sistema (expuesto también en El ser y la nada) que postula todo contacto como una
imposición/sumisión por parte de los interlocutores.[7]
3.- ¿Algo qué festejar?
La
conquista de la libertad trae consigo, de manera inherente, la cuestión de la
responsabilidad, qué hacer con lo obtenido. La normatividad y la ley son
elementos necesarios, universales en lo posible, ordenamientos del todo social
que Sartre reduce a los límites del proyecto concreto, individual y abrazados
por elección propia, no más allá; queda así abierta la puerta a la
irresponsabilidad, a una especie de libertinaje o, si se prefiere, libertad
desbocada que el propio orden se encargaría de encauzar.
La teoría
existencialista sartriana habla de responsabilidad militante, de coherencia con
el objetivo, con la decisión tomada, y no se conforma con mencionarla sino que
el propio actuar del filósofo la sostiene: Sartre fue la voz pública más
equivocada de su tiempo, erró en sus apoyos y sus rectificaciones fueron nulas
o en tonos suaves, sin cuestionar demasiado el error; asimismo, esta falta de
autocrítica, estos medios justificados por sus fines, este desbordamiento de
libertad, se reflejan en las consecuencias de, por ejemplo, la liberación
argelina, cuyo final fue sangriento y vengativo.
La ignorancia del distinto y
del igual o, en sus términos, la imposibilidad de un contacto que no sea
imposición o avasallamiento, deviene en la ignorancia del otro, la también
irresponsabilidad por ese prójimo que la propia filosofía no tardaría en
corregir: el personalismo, en obras de Emmanuel Levinas, Paul Ricoeur, Emmanuel
Mournier y, más recientemente, con sus adaptaciones y actualidades, en el
pensamiento de Jacques Derrida o Jürgen Habermas, ha retomado el tema de la
otredad para darle un sitio en el que, en resumen, yo me vuelvo responsable por
el Otro y así soy responsable de toda la humanidad.
Jean Paul Sartre, no obstante,
es quizá el espejo más fiel de su tiempo, el último de los llamados
intelectuales “íntegros, totales”, cuya opinión tuvo un peso y una importancia
que poco a poco comenzó a perder valor, hasta volverse un nombre que vendía o
promovía todo lo que lo acompañase; reflejo de su tiempo, espejo que mostraba
el presente y anunciaba el futuro, ya fuera en su actuar o en su pensar... Un
filósofo que predicó la libertad hasta que al propio mundo la libertad se le
fue de las manos, en la teoría y en la práctica, conquista que solamente puso
al yo por encima del prójimo y olvidó que el yo se conforma a partir del
prójimo, no de la nada sino de lo pleno, no del vasallaje sino de la
solidaridad y el bien común, no del vacío sino del reflejo propio en aquellos
ojos que reflejo y a la vez me reflejan vivo.
Queda entonces la pregunta, en
este aniversario, sobre ¿qué es lo que en verdad se debe celebrar?
[1] Sebreli, Juan José, et al, “Sartre, las trampas del compromiso”, en ABCD, suplemento cultural del diario ABC, 18 de junio de 2005.
[2] Mournier, Emmanuel, Introducción a los existencialismos, Ediciones Guadarrama, Madrid,
1967.
[3] La declaración completa la transcribe Christopher
Domínguez Michael, en El Ángel, suplemento
cultural del diario Reforma (26 de
junio de 2005), a su vez tomada de Lévy, Bernard-Henri, El siglo de Sartre, Ediciones B, 2001.
[4] Un análisis crítico de este debate, entablado en
diversos artículos –publicados por ambos filósofos en la revista Les Temps Modernes (1952)–, se encuentra
recopilado en la colección “Pequeños Grandes Ensayos”, prologada por R.H.
Moreno Durán y recientemente editada por la Universidad Nacional Autónoma de
México. Sartre, Jean Paul y Albert Camus, Polémica
sobre la rebelión y la historia, UNAM, México, 2004.
[5] Este dato es señalado por Pardo, José Luis, en el
texto “Filosofía de las barricadas”, aparecido en el suplemento Babelia del diario El País (18 de junio de 2005).
[7] La exposición completa de la llamada otredad en la
obra de Jean Paul Sartre se encuentra en Op.
cit. 2, en particular el capítulo “El tema de ‘el Otro’”.
Publicado en 2005 en la revista Bien Común.
No hay comentarios:
Publicar un comentario