miércoles, 7 de diciembre de 2011

Tiempo cortazariano (tómese su tiempo)



El anuncio de la publicación de las Obras completas de Julio Cortázar (1914-1984) coincidió con el aniversario número cuarenta de la publicación de Rayuela, obra cúspide del autor argentino que desde la primera edición cautivó a sus lectores, a veces con asombro y otras con molestia, pero siempre dejando lugar al comentario, a la crítica, a la admiración o al desconcierto. 
La compilación mencionada reunirá en nueve volúmenes lo que hasta ahora se encontraba disperso en una veintena de libros, algunos imposibles de encontrar en librerías; se dividirán en I Cuentos, II Teatro y Novelas, IIII Novelas, IV Poesía y poética, V Prosa varia, VI Obra crítica, VII y VIII Cartas, IX Entrevistas, y acabarán de editarse en el año 2007.
Los festejos de ese aniversario (2003) trajeron toda suerte de homenajes y menciones que incluyen, además de las Obras mencionadas, la redición de libros como La vuelta al día en ochenta mundos o Último round (Ambos en Siglo XXI Editores) y Fantomas contra los vampiros multinacionales (Editorial Destino), conferencias magistrales y lecturas públicas de Rayuela, la puesta en escena del capítulo 28 de esta novela –cuando la muerte de Rocamadour se oculta a la Maga con un silencio cómplice del que el propio lector quisiera salir a gritos, anunciando la desgracia que acontece en el cuarto contiguo– en el Festival Cervantino de la ciudad de Guanajuato. 
También, la publicación del cuento “Bix Beiderbeke”, el último escrito e inédito, el estreno del filme Cortázar, apuntes para un documental, que aborda, desde la perspectiva de escritores como Juan Carlos Onetti o Carlos Montemayor, los aspectos menos comprendidos de la vida de aquél, entre los que destacan los años de apoyo ciego e incondicional a las causas y empresas comunistas, castristas y satlinistas, haciendo a un lado las atrocidades cometidas, denunciadas lustros antes. 
La efeméride llenó los espacios de suplementos culturales en revistas y periódicos dedicados a publicar anécdotas, correspondencias inéditas, experiencias “rayuelianas”, la nominación del año 2004 como el Año Internacional Julio Cortázar, al cumplirse veinte de su muerte y noventa de su nacimiento, y todo lo que por estos motivos suele llevarse a cabo para bien de la conservación y la difusión de la obra de uno de los escritores latinoamericanos más queridos, el mayor de los cronopios, del que Ariel Dorfman, en algún texto publicado hace años en el diario español El País, mencionaba haber encontrado una pinta que rezaba: “Volvé Cortázar, qué te cuesta”. 
Sirva este collage como una voz que se suma al deseo de esa vuelta, de ese regreso a un mundo donde la fantasía, la posibilidad de hallar, en palabras de Carpentier, "un bosque de estalactitas de telarañas bajo un armario"; un mundo donde la fantasía, el asombro, son cada vez más lejanos, como si admirarse de esos milagros cotidianos fuese parte de lo anticuado, de lo que por comodidad o pereza de la vista o de la búsqueda es mejor omitir y simplemente negar .
I. El juego de nunca acabar
Intento por tercera vez el texto que me debo desde hace tres años, cuando Rayuela –como esas cosas que no se anuncian ni se buscan, solamente llegan así, porque debían llegar– cayó entre mis manos y tardé más de dos en quitármelo de la cabeza. La primera ocasión, el primer fracaso, fue por razones de peso, de cantidades: escribir acerca de una novela enfrenta al desglose de una totalidad que, no obstante la enumeración de capítulos, resulta indivisible, como si los fragmentos estuvieran en interacción constante y la omisión de cualquiera colocase al lector frente a un vacío tan abisal y extenso como el que la necesidad de yerba mate y la pereza de atravesar la calle que divide dos edificios empujan a unir mediante un puente inverosímil por real.

Un segundo intento de ese texto pendiente fue el que, como las deudas del pasado, salía al asalto luego de incubarse y orpimir por convicción de que poco podía decirse que no se hubiera escrito antes, aunque siempre quede algo más: quizá afirmar que Rayuela se vuelve desde temprano un recorrido por los vericuetos del ser y su experiencia fantástica con la realidad, que lo transporta a un mundo donde los extremos se rozan hasta confundir los fines con los medios, el principio y el final enredados y arrojando magia, absurdo, hilaridad, angustia, todas características de los mundos cortazarianos, todas en fin de cuentas protagonistas del día a día, de la capacidad endemoniada de observar a fondo, hasta llegar a ese espacio donde la confusión florece de manera natural, donde la unción o la locura se funden en un abrazo que concilia opuestos y deviene vista nueva, renovada y total.

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Rayuela llegó como lo hacen las cosas, los libros, las notas, los rostros o las palabras que permanecen, que no se erosionan porque nunca dejan de volver (y la vuelta es en más de un sentido una forma de la ida): por casualidad. 
André Bretón, en El amor loco, sobre este asunto: “...esa vacilación que se apodera del espíritu cuando trata de definir el ‘azar’... La antigua idea que lo definía como una ‘causa accidental de efectos excepcionales o accesorios que reviste la apariencia con la finalidad’ (Aristóteles), pasando por la de un ‘acontecimiento determinado por la combinación o el encuentro de fenómenos que pertenecen a series independientes en el orden de la casualidad’ (Cournot), la de un ‘acontecimiento rigurosamente determinado pero de tal índole que una diferencia extremadamente sutil en sus causas habría producido una diferencia considerable en los hechos’ (Poincaré) y llegar a la de los materialista modernos, según la cual el azar sería la forma de manifestación de la necesidad exterior que se abre camino en el inconsciente humano”.

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Así, con el azar extendiendo sus hilos, Rayuela surgió de una plática a la que siguió el hallazgo del capítulo 7, en una cafetería en Mérida, Yucatán: caer en la cuenta de que la poesía de lo cotidiano es capaz de enredarse en la prosa novelesca con la naturalidad de una vida donde los encuentros sin pacto previo, los puentes, las caminatas entre el intrincado callejero de París o los personajes menos –o más– presentables que una ciudad puede arrojar se vuelven un encuentro de plenitud, de “péndulos que cumplen su vaivén instantáneo” al tiempo que los nombres luchan contra sus definiciones retenidas y acuñadas en el diccionario, “ese gran cementerio”...

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El camino subía y bajaba: ‘Sube o baja según se va o se viene. 
Para el que va, sube; para el que viene, baja’. (Juan Rulfo)


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Del lado de allá, en París, una búsqueda por el recuerdo, un repaso de memoria narrado desde un tiempo impreciso que abre la novela con un “¿Encontraría a la Maga?”. Oliveira, el amante definitorio, teórico, a quien le cuesta “mucho menos pensar que ser”, reducido en toda conjetura ante la simpleza que una mujer antepone a cualquier cuestión que pudiera ostentar alguna forma de trascendencia. 
Para ella el pasado es lo acaecido uno, cuando mucho dos días antes; para ella, la vida no es la suma de acciones concretas sino su resta, de tal suerte que cada libro leído no es un libro más sino uno menos; la Maga, impredecible, con “el fracaso de las leyes de su vida” a cuestas, capaz de detenerse a media calle, en medio del tráfico, porque desde ahí se mira mejor el Panteón. 
La Maga, siempre la Maga, que pareciera reunir y concretar un arquetipo ideal de mujer pero que, no obstante, apunta en sentido contrario: los andares de esos pasos descritos casi de manera cinematográfica por Cortázar contienen un mensaje superior: la mujer ideal se encuentra muy lejos de un arquetipo y Ella puede ser cualquiera, menos la que se encierra en una definición o un modelo de conducta; puede estar presente donde menos pareciera, y basta sólo con abrir los ojos, mirar, volver a mirar, ver de nuevo, o simplemente cerrar los párpados para abrirlos después y descubrir que ahí donde pareciera no haber magia queda la certeza de que buscando no se encuentra, y ahí está el embrujo, en volverse ciego hasta entender que hay que sacudirse la búsqueda para empezar con los grandes hallazgos.


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Vení a dormir conmigo;
no haremos el amor, él nos hará.
(en Salvo el crepúsculo)

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Un amigo decía que el orden de los capítulos de Rayuela obedecía al caos: “Cortázar escribió cada uno de manera individual y aventó el manuscrito para que se acomodaran en su lugar exacto”, o bajo el símbolo de una brújula cuyo norte puede ser cualquiera de los puntos cardinales, o como un ajedrez hindú –descrito en alguna de sus páginas– que tiene sesenta y cuatro lados y del que sale victorioso quien domine el centro, aunque el centro pueda estar en cualquier parte, incluso fuera del tablero... 
Por testimonio del propio autor se sabe que no fue escrita siguiendo un orden preciso, y toparse desde el principio con un “Tablero de dirección” desconcierta al ofrecer un libro que “es muchos libros, pero sobre todo es dos libros”, en una disposición laberíntica del tiempo lineal que ya antes habían ensayado Faulkner o Joyce, y que hoy día es común en las entregas de Milan Kundera. 
El tablero conduce la lectura “Del lado de allá” (París) a “Del lado de acá” (Buenos Aires) y a “De otros lados” (los capítulos prescindibles), donde Cortázar, por boca de otro personaje, el escritor Morelli, revela alguna claves de la creación de Rayuela.

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En París, Horacio Oliveira, la Maga, el Club de la Serpiente y la propia ciudad son protagonistas que habitan un mundo poblado de literatura, filosofía y pintura, hasta que la muerte provoca un giro que arroja a la Maga a un lugar al que nadie puede seguirla, al que pareciera aferrarse para mantener el cielo en su sitio, siempre accesible, a la vuelta de una esquina o detrás de cualquier cristal.

Al desaparecer la Maga, el cielo de Oliveira se torna un descenso al mundo común, a la rutina de un quehacer desprovisto del encanto que el amor encumbraba para verlo todo más pequeño, como se ve desde la cima; descenso con la mirada y el sentir nostálgicos por aquello perdido, que no es sólo una mujer sino un filtro para vivir el mundo, un cenit, la cumbre del amor. 
El desarraigo empuja entonces a Oliveira en busca de la Maga, y será en América donde la cordura encalle, flaquee y pierda los pocos hilos que aún la mantenían a salvo del desencanto absoluto, de los fantasmas que poco a poco la comienzan a poblar hasta crear una confusión, una superposición de rostros del presente y del pasado que lleva a confundir unos con otros, a encajarlos donde sólo queda la esperanza de que al despertar la realidad devenga encuentro, comunión. 
“Cree que está muerta..., y al mismo tiempo la siente cerca y esta noche fui yo... No lo dice como si hablara de una alucinación, y tampoco pretende que lo creas. Lo dice, nomás, y es verdad, es algo que está ahí. Cuando cerró la heladera y yo tuve miedo y dije no sé qué, me empezó a mirar y era a la otra que miraba. Yo no soy el zombie de nadie..., no quiero ser el zombie de nadie... Yo creo que el miedo que siente es como un último refugio, el barrote donde tiene las manos prendidas antes de tirarse”.

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Moriré en París con aguacero
un día del cual tengo ya el recuerdo.
César Vallejo

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Rayuela no deja de ser un libro vigente que revolucionó los parámetros de la novela y que sigue ejerciendo fascinación a las nuevas generaciones de lectores, un asombro que acompaña su descubrimiento, se extiende y renueva en cada página con aciertos, desatinos, complejidades y marañas que son como su título: un juego que consiste en llegar al cielo pateando una piedrita que debe acomodarse sobre un dibujo en el suelo. 
El problema, concluye Cortázar, es que nos pasamos la infancia entera intentando llegar a la última casilla, de suerte que cuando eso ocurre ya hemos crecido y el cielo se aleja, está más arriba, en otra parte, donde suele olvidarse que para llegar ahí sólo se necesitan un dibujo, una piedra y un zapato, en un juego que no termina o que al concluir, como los extremos que se juntan o los opuestos que se complementan, empieza de nuevo.



II. Eso no se dice, señora...

La casa es una más entre las que conforman “el ladrillo de cristal.” Abajo y arriba hay vida, hay hombres y mujeres, voces que por las noches, cuando el trajín de la ciudad acalla su murmullo constante, hablan, gritan, señalan, niegan o dudan. 
Una de esas vísperas, alguien que supongo mamá dijo a alguien que supongo hija: “Hay que ser educada y despedirse, no-importa-lo-que-estés-haciendo”, y no pude sino imaginar un pequeño cronopio recriminado por un fama mientras todo tipo de dudas asaltaban la cabecita que también imaginé con rizos amarillos cayendo sobre los hombros con el peso frágil que no tendrían ni el regaño ni la futura consideración hacia el decir adiós a los visitantes, ésos que exigen dejar de hacer lo que cualquier niño hace cuando los adultos se abstraen en sus charlas de adultos y un pequeño recrea el plano exacto del universo en un cuarto de juegos.

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El ladrillo de cristal aparece en el prólogo de Historias de cronopios y de famas, libro de relatos que Julio Cortázar llenó con historias de esos seres que parecieran encerrar tres formas de enfrentar al mundo: las esperanzas, siempre preocupadas y en busca de ofrecer ayuda ante la injusticia; los famas, escandalizados por todo lo que salga de su casilla, sitio específico y casi podría decirse predeterminado e inmutable; y los cronopios, cuyas actividades son parte de otro capítulo del libro, “Ocupaciones raras”, que apela los tres tipos de personajes pero encerrados en un diario hacer que va desde la construcción de patíbulos en la parte más visible de la casa, por puro afán de alterar a las buenas conciencias –pues todo patíbulo que no sea empleado con fines ejecutorios puede resultar un bello adorno–, hasta la idiosincrasia reflejada en los ritos y costumbres de cualquier velorio. 
El primer capítulo es el “Manual de instrucciones”, donde las actividades más cotidianas devienen complejas y en ocasiones espeluznantes aventuras: subir una escalera es caer en la cuenta de que el escalón casi siempre es del tamaño del pié, la línea que sale de una lectura de mano puede acabar en otra mano que se cierra sobre la empuñadura de una pistola apuntando a la sien de un marino, o un retrato de Enrique VIII que es una máscara del diablo y quien lo mira cree lo que el demiurgo dice porque son palabras de rey.

Los cronopios no tienen definición precisa pero son capaces de sentir que el mundo entero ha cambiado de orden si la imagen que de ellos refleja un espejo inclinado da motivos suficientes; son egoístas y algunos testimonios del autor sitúan entre aquellos a Pablo Picasso, Antonio Gaudí o a Louis Armstrong, por razones que se desenvuelven a lo largo del libro, así como por los relatos de otra obra: La vuelta al día en ochenta mundos, que da paso a dos elementos más a considerar: la patafísica, definida por el escritor francés Alfred Jarry y tomada del Diccionario abreviado del surrealismo de André Breton y Paul Eluard: ciencia de las soluciones imaginarias, que otorga simbólicamente a las configuraciones las propiedades de los objetos descritos por su virtualidad; y los piantados, de quienes Cortázar afirma: “La esperanza de que la suma de idos y piantados alcance algún día a contrarrestar la influencia de los cuerdos, con los cuales nos está yendo hasta ahora como usted sabe. 
La diferencia entre un loco y un piantado está en que el loco tiende a creerse cuerdo mientras que el piantado, sin reflexionar sistemáticamente en la cosa, siente que los cuerdos son demasiado almácigo simétrico y reloj suizo, el dos después del uno y antes del tres, con lo cual sin abrir juicio, porque un piantado no es nunca un bien pensante o una buena conciencia o un juez en turno... Todo piantado es cronopio, es decir que el humor reemplaza gran parte de esas facultades mentales que hacen el orgullo de un prof o de un doc, cuya sola salida es caso de que les fallen es la locura, mientras que ser piantado no es ninguna salida sino una llegada”.

Lo que tal vez proponga Cortázar es un sometimiento dócil ante el asombro, esa capacidad de sorpresa que navega en lo habitual y caracteriza a los espíritus menos aptos para adecuarse a un mundo donde la prisa y el instante se funden para hacer hasta de lo que a todas luces trasciende un momento digno de ser reemplazado por el que le sigue, un mundo donde nada perdura y del que la moda se vuelve más exacto representante.

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¿Cómo tomar en serio que una puerta
dé a la tristeza cuando el arquitecto
la abre al pasillo, que unos senos
dibujen paralelos sus jardines
cuando es la hora de ir a la oficina?

(en Último round)

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Aquí habita la poesía
Los cronopios vs. el sistema


(Pinta de una barda en Venezuela, junio de 1969, op cit).


III. Cauces sin cauce
Una biblioteca habla de su dueño como un retrato fiel, y la de Cortázar incluía tomos de vampirismo, textos islámicos, hinduistas y sofistas, de alquimia o fantasmas, así como los siempre presentes “clásicos”, los que decía estaban ya en su lugar, en su pedestal, con suficientes ensayos dedicados, en comparación con los llamados “escritores menores”, donde pueden encontrarse grandes ideas que aún no han sido estudiadas. 
El periodista Eligio García Márquez, en el libro Son así. Reportaje a nueve escritores latinoamericanos, describe cómo los libros en casa del argentino cubrían mesas, sillas, cama y todo espacio que pudiera albergar los cerca de cuatro mil que llegó a acumular, y como en el cuento "Casa tomada", aquélla literalmente fue asaltada por los libros, que una vez abrazados comienzan a reproducirse de manera insólita y dramática pero feliz para su dueño. 
Y si los libros fueron un flujo constante, de igual forma la narrativa de Cortázar se multiplicó sobre todo en forma de cuentos, aunque novelas como Prosa del observatorio o 62/Modelo para armar, entre otras, destacan por ser un recorrido a lo largo de un género que Cortázar jamás abandonó y poco a poco, en palabras de Octavio Paz, fue liberando de un traje ajustado que lo asfixiaba.

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­Los textos fluyen, las historias van desplegándose, a veces dando vueltas, de arriba abajo y de extremo a extremo... Una librería de viejo esconde una edición primera de Queremos tanto a Glenda, una revista literaria anuncia el hallazgo de un lote de volúmenes con El tango de la vuelta, edición del pintor Pat Andrea y un texto de Cortázar, en esos ocasionales asaltos de quien no acaba de irse y quizá todavía camine el París de su vida y de su muerte, apareciendo y desapareciendo al paso, dejando atrás a quien lo intentara seguir, mirando por un túnel o detenido frente al estante que alojaba una pirámide de cristal...

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Seguí andando solo, sé que en algún momento me hice llevar hasta el barrio del canal Saint-Martin por mera nostalgia, sintiendo que allí tu sombra menuda se volvería menos enemiga, quizá porque alguna vez habías consentido en caminar conmigo a lo largo del canal, mientras a la altura de cada vago reverbero yo sentía brillar un instante. (en 62/Modelo para armar)


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Máquinas estáticas para medir la movilidad, el rayuel – o – matic construido para leer Rayuela o un observatorio hindú, en Jaipur, donde la noche y el día transcurren entre signos que están más arriba, nunca en su sitio, siempre de paso y de vuelta; un asomo a esas vistas alternas lleva a pensar que luego de cualquier puente o túnel todo lo que se mira después de ese encierro pasajero no puede permanecer igual, y sea puente, túnel, puerta, seno, río, nube o el azar, quizá es solamente el encuentro con un instante, la plena concepción de lo que llega, de lo que vale la pena llegar. 
Al tiempo que las luces de la noche “se amalgaman en una misma presión, conjuradas y hostiles, negándose al recuento, a las nomenclaturas”, el mar se estremece en silencio ante el paso de anguilas que emigran cada año, cada ciclo que va de la fecundación al estado adulto como el ocaso anuncia el alba, y viceversa. 
La Prosa del observatorio dista del género narrativo aunque aprovecha su orden para desarmarlo y decir algo más, para intuir que entre esos recorridos celestes y submarinos se encuentra el hombre, observando, dejando que ese fluir lo arrastre hacia los cauces sin orillas del tiempo y ajenos a lo que ahí sucede, un acto como la lectura que, a pesar de insertarse en lo temporal, motiva una especie de abstracción de lo sucesivo, paréntesis donde el libro es el centro y las partes. 
La edición incluye las fotografías hechas por Cortázar en el observatorio de Jai Singh, y remiten el mecanismo de mármol alzado para la observación de los cuerpos celestes, para “domesticar tanta distancia insolente” en esa fusión de ciclos que armoniza lo macro y lo micro del cosmos en un mismo vaivén, que encuentra armonía en algunas espirales, en la firma del universo. 
“Jai Singh asciende los peldaños de mármol y hace frente al huracán de los astros; algo (...) lo urge en lo hondo de la noche a interrogar el cielo, como quien sume la cara en un hormiguero de metódica rabia: maldito si le importa la respuesta, Jai Singh quiere ser eso que pregunta, Jai Singh sabe que la sed que se sacia con el agua volverá a atormentarlo, Jai Singh sabe que solamente siendo él agua dejará de tener sed”.
 
IV. Cuentos y recuentos

Alguna vez Julio Cortázar afirmó que “El perseguidor” era un parteaguas en su narrativa, un cuento que sería el antecesor directo de Rayuela y a partir del que su obra dio un giro hacia una suerte de personajes encerrados en sí mismos, un mundo que está más allá de las manos que intentaran acercarse y del que no es fácil volver, por fuerza o por consentimiento; es el mundo de Horacio Oliveira, en conflicto permanente, incapaz de alcanzar una plenitud que en la propia búsqueda carga la imposibilidad del hallazgo. 
En ocasiones, cuando una puerta se abre o un puente se tiende compasivo, el caos desata sus hilos y se aferra, mantiene su espacio de conquista y resulta un poco esa piedra con la que uno se tropieza por haber pateado antes, escollo que impide una vida calificada de “normal” pero deja a cambio la visión de ese otro lado, de ese extremo que también a fuerza de rozarse llega a ceder, pero antes habrá ya un recoveco nuevo para guarecerse, o quedar expuesto a una intemperie hostil. 
“El perseguidor” es la historia de Johnny, narrada desde la cercanía que un biógrafo amigo aprovecha para describir el éxito de un talento que a fuerza de crecer termina por hastiarse, por dejarse llevar ante lo que vuela entre las notas de un sax perdido entre excesos del cuerpo y los vagones de un metro donde es posible que transcurran un cuarto de hora en minuto y medio, donde la posibilidad de guiarse en el horario de los trenes y las estaciones podría cambiar la percepción, de suerte que “si encontráramos la manera podríamos vivir mil veces más de lo que estamos viviendo por culpa de los relojes, de esa manía de minutos y de pasado mañana”.

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Un túnel se abre al paso y todo lo que sigue es el lado opuesto, el de los contrarios, el espejo que refleja y completa, un puente, una escalera, la mirada y todo aquello suficiente para cruzar, lo que simplemente aparece porque ahí estaba y encuentra su instante, su vértigo de puente-sobre-vacío justo cuando hacía falta, concientes o no. 
Un túnel para entrar y salir del tiempo, para quedarse mirando desde afuera; Cortázar dicta sus Instrucciones, rompe con parámetros literarios, lingüísticos, fonéticos, de estilo, del empleo mismo del lenguaje, crea un idioma de palabras que prescinden significación exacta, basta el mensaje que evocan, el rito que celebran, y decir Horacio Oliveira puede ser decir un poco Julio, y decir “Evohé” puede ser la cumbre del amor, la voz que se arranca a la nada y es también eco de principio, conjuro inicial. 
El silencio se llena con la palabra, la idea, el ritmo y su habla de música, donde –porque es un lugar- se entiende más fácil eso del tiempo, de la inmortalidad... El jazz toma voz en la biografía de un saxofonista que no entiende, que no se siente prodigio y afirma sólo dar cauce a lo que cualquiera podría alcanzar, pero Johnny lo hace con toda el alma, pierde el sentido de los fines y los antes, sale de todo y acaba arena de reloj que no se cuenta y solamente pasa. 
“El perseguidor” encuentra ese modo de eternidad, de elasticidad del tiempo, en los túneles del subterráneo, en la cantidad de ideas que pueden pasar por la mente entre una estación y otra, entre los pisos que recorre el ascensor: una forma de proseguir, de trasgresión y ruptura con los órdenes mínimos. Johnny mira desde su silla con un aire de distancia, de estar tocando mañana lo que otros apenas alcanzan hoy.

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Una escena de sacrificio azteca se enlaza mediante el sueño con un motociclista accidentado, se desgranan tiempo y espacio en un abrir y cerrar de ojos en el pasillo que conduce a la piedra ritual –en el cuento “La noche boca arriba” –. Los puentes tendidos y el cronopio que salta de un lado a otro, que se estrella contra el muro y se frota la cabeza sonriendo, convencido de que era imposible pasar por ahí pero antes había que experimentarlo, porque el mundo será de los cronopios, o no será.

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La prosa de Cortázar se empapa de ese ritmo, ordena el golpe de conciencia que puede llegar a propinar de pronto, sin aviso, o extiende un final hasta hacerlo incómodo. El lugar de cada pieza niega cualquier molde, busca octaedros o modelos hágalo-usted-mismo. El ritmo busca oscilar, ir de lado a lado como quien toma una cuerda y balancea la vista, primero, más allá de la copa de los árboles, para ir caminando a un centro que lo dejará inmóvil, quieto, como queriendo salirse pero satisfecho con esa inercia que cesa en cada vaivén. 
Ocurre también que conforme se llega a ese centro, que parece inminente, un vuelco gira lo temporal, los lugares, la intención, el verbo y todo aquello que pareciera fluir en un sentido cambia su ruta para salir por otra parte, por que el azar, una vela, un mirlo o un paraguas bastan para que todo de la vuelta y mire con ojos nuevos. “Todos los fuegos el fuego” hace de ese elemento el puente para ir de la Roma imperial y de circos a un departamento que vela el sueño que sigue al amor. Un final sospechado se torna su contrario, una reacción inminente es dejarlo todo en calma, una mano puede acomodarse en casa y compartir el quehacer cotidiano hasta que se sospecha de su procedencia y poco a poco se pierde la confianza para convivir en paz –en “Estación de la mano” –. 
No haría falta preguntarse “por qué” sino “cómo”, no ir para llegar o salir para entrar, pensar que salir en busca del periódico es una actividad para jugarse la vida, la puerta no tiene que dar sin remedio a la otra habitación, a la idea que se acepta, a que detrás del uno viene el dos. El péndulo flota de lado a lado y el centro es cualquier sitio, a donde se llegue después del tránsito, del túnel... “El péndulo cumple su vaivén instantáneo” y hace falta librarse, dejar de ceder “a la trampa fácil de la geometría –el orden habituado– con que pretende ordenarse nuestra vida de occidentales”.

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“Es curioso pensar cómo las cosas pueden ordenarse o desordenarse más allá de todo lo concebible. A lo mejor escuchó la primera cara y después se fue al cine, o estuvo seis meses estudiando matemáticas, o a lo mejor todavía no escuchó la primera cara porque no le gusta proceder metódicamente. Y yo por mi parte grabé esos primeros textos hace ya cinco días, y después estuve tan resfriado que no pude seguir porque mi voz parecía una foca pidiéndole pescados al domador; y a lo mejor usted está escuchándome en mangas de camisa y con las ventanas abiertas, y en cambio aquí nevó anoche y yo me he puesto un polo abrigado y amarillo. Todo es instante y diferente y parece inconciliable. Y a la vez todo se da simultáneamente en este momento, que todavía no existe para mí, y que es sin embargo el momento en que usted escucha estas palabras que yo grabé en el pasado, es decir, en un tiempo que para mí ahora es el futuro. Juegos de la imaginación del señor sensato que nunca falta entre los locos”.

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