Prólogo del libro El objeto insólito... o solito, de Gonzalo Tassier
Vayan pues las cosas
Carlos Castillo
Vayan pues las cosas, los objetos, atrapados en flagrancia, cada uno de ellos ejerciendo esa cualidad suya, tan propia, de simplemente ser.
Así reposan, en estantes, en repisas, sobre libros, entre otros objetos prestos a hacerse compañía. Conviven desde su silencio, a veces miran, y quisieran decir más.
Me gusta escucharlos por las tardes, poco antes de las cuatro, cuando parecieran prepararse para pasar la víspera ya tranquilos, porque siempre he creído que su esencia, su espacio natural, es la noche, pero no la que marcan las luces eléctricas sino la que empieza cuando ésta ya está apagada, y el día sin duda terminó.
Asomo la vista errante a los objetos de Gonzalo desde un lustro atrás. Los he visto moverse, acumularse, desplazarse, arrumbarse y ya casi en el olvido, nacer de nuevo merced las manos que los traen al frente de nuevo, un rescate pacífico y magnífico, la tentación de no dejarlos avanzar de más hacia un fondo profundo. Detengo los ojos en alguno que no había reparado, de presencia difusa, y caigo en la cuenta de que quizá quien no había reparado en mí era el propio objeto.
Y entonces los planos se interponen, las secuencias dejan de ser continuas para alternarse entre formas que podían ir variando ad infinitum, como si la vida transcurriera inmersa entre cristales de calidoscopio que tardan tanto en repetirse exactas como el tiempo que toma la luz en posarse de nuevo, en el mismo ángulo y con la misma intensidad, contra el cristal.
Los órdenes de la lógica estricta y pulimentada, se rinden. El lenguaje se torna símbolo pero no del habla sino de la vista, una mímica que transporta incluso las más estrictas categorías, la del objeto y la del sujeto, la de la causa y la del efecto. ¿Cuántas cosas puede ser una cosa además de la que ya es? Todo depende, también como calidoscopio, del cristal con que se mira.
Quizá, como en el cuento, cuando no vemos los objetos éstos cobran una insólita vida. Los objetos de Tassier entonces serían una especie de tripulantes del Arca, a salvo para poblar de nuevo el mundo cuando este sucumba frente a su propia insensibilidad. A veces no entiendo tanta disciplina, pues viven en universos donde el caos toma las formas del orden, y crea un orden nuevo.
Es decir, los objetos se trascienden a sí mismos, adquieren sabiduría por lo que escuchan en sus largas jornadas de reposo disfrazado de inmovilidad. A fuerza de verlos, de girar de manera obsesiva entre su mundo –porque sin duda es más suyo que nuestro–, aterrizan conceptos, que son los objetos de la mente.
Planeo un Manual de Objetosofía, que es el amor a los objetos, la pasión que se ejerce sobre ellos y que es lo que les imprime el alma, su parte más viva y latente. Sabiduría de las cosas, que es la ciencia de quien observa el objeto –de común llamado sujeto– pero que deja de serlo para convertirse en objeto él también. “Sea objetivo“ entonces será la voz que ordene asumir los zapatos del objeto y mirar como tal. “No objete“ sería no interponga objetos para distraer a su interlocutor.
El objeto, y he ahí su mundo abierto, sus posibilidades infinitas, no tiene arquetipo, es huérfano y anónimo muchas veces; la idea que lo precede es difusa e hija del instante cuando toma vida y se plasma, en, precisamente, su propio objeto.
Sin sujeto no hay objeto, dice alguna ciencia rígida; la Objetosofía no lo es. Flexible como ella sola, porque no parte de premisas, abre sus puertas y, en este caso, las páginas de un libro, para ser reunión de objetos sorprendidos mientras dormían, capturados un instante que, como el tiempo de los objetos, es en este momento y quizá después ya nunca vuelva a ser. O se repita cuando el observante llegue de nuevo, sacuda ideas preconcebidas y encuentre, sin buscar, aquello que lo asalta por sorpresa, para volver a ser “objetivo”, para dejarse llevar.
… durarán más allá de nuestro olvido,
no sabrán nunca que nos hemos ido.
JLB
Vayan pues las cosas, los objetos, atrapados en flagrancia, cada uno de ellos ejerciendo esa cualidad suya, tan propia, de simplemente ser.
Así reposan, en estantes, en repisas, sobre libros, entre otros objetos prestos a hacerse compañía. Conviven desde su silencio, a veces miran, y quisieran decir más.
Me gusta escucharlos por las tardes, poco antes de las cuatro, cuando parecieran prepararse para pasar la víspera ya tranquilos, porque siempre he creído que su esencia, su espacio natural, es la noche, pero no la que marcan las luces eléctricas sino la que empieza cuando ésta ya está apagada, y el día sin duda terminó.
Asomo la vista errante a los objetos de Gonzalo desde un lustro atrás. Los he visto moverse, acumularse, desplazarse, arrumbarse y ya casi en el olvido, nacer de nuevo merced las manos que los traen al frente de nuevo, un rescate pacífico y magnífico, la tentación de no dejarlos avanzar de más hacia un fondo profundo. Detengo los ojos en alguno que no había reparado, de presencia difusa, y caigo en la cuenta de que quizá quien no había reparado en mí era el propio objeto.
Y entonces los planos se interponen, las secuencias dejan de ser continuas para alternarse entre formas que podían ir variando ad infinitum, como si la vida transcurriera inmersa entre cristales de calidoscopio que tardan tanto en repetirse exactas como el tiempo que toma la luz en posarse de nuevo, en el mismo ángulo y con la misma intensidad, contra el cristal.
Los órdenes de la lógica estricta y pulimentada, se rinden. El lenguaje se torna símbolo pero no del habla sino de la vista, una mímica que transporta incluso las más estrictas categorías, la del objeto y la del sujeto, la de la causa y la del efecto. ¿Cuántas cosas puede ser una cosa además de la que ya es? Todo depende, también como calidoscopio, del cristal con que se mira.
Quizá, como en el cuento, cuando no vemos los objetos éstos cobran una insólita vida. Los objetos de Tassier entonces serían una especie de tripulantes del Arca, a salvo para poblar de nuevo el mundo cuando este sucumba frente a su propia insensibilidad. A veces no entiendo tanta disciplina, pues viven en universos donde el caos toma las formas del orden, y crea un orden nuevo.
Es decir, los objetos se trascienden a sí mismos, adquieren sabiduría por lo que escuchan en sus largas jornadas de reposo disfrazado de inmovilidad. A fuerza de verlos, de girar de manera obsesiva entre su mundo –porque sin duda es más suyo que nuestro–, aterrizan conceptos, que son los objetos de la mente.
Planeo un Manual de Objetosofía, que es el amor a los objetos, la pasión que se ejerce sobre ellos y que es lo que les imprime el alma, su parte más viva y latente. Sabiduría de las cosas, que es la ciencia de quien observa el objeto –de común llamado sujeto– pero que deja de serlo para convertirse en objeto él también. “Sea objetivo“ entonces será la voz que ordene asumir los zapatos del objeto y mirar como tal. “No objete“ sería no interponga objetos para distraer a su interlocutor.
El objeto, y he ahí su mundo abierto, sus posibilidades infinitas, no tiene arquetipo, es huérfano y anónimo muchas veces; la idea que lo precede es difusa e hija del instante cuando toma vida y se plasma, en, precisamente, su propio objeto.
Sin sujeto no hay objeto, dice alguna ciencia rígida; la Objetosofía no lo es. Flexible como ella sola, porque no parte de premisas, abre sus puertas y, en este caso, las páginas de un libro, para ser reunión de objetos sorprendidos mientras dormían, capturados un instante que, como el tiempo de los objetos, es en este momento y quizá después ya nunca vuelva a ser. O se repita cuando el observante llegue de nuevo, sacuda ideas preconcebidas y encuentre, sin buscar, aquello que lo asalta por sorpresa, para volver a ser “objetivo”, para dejarse llevar.
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