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A estas alturas, cabe señalar, ya quienes le rodean se habrán percatado de su facilidad para mantener en vilo sus asignaciones, generar altas expectativas respecto de sus resultados y constatar, al fin, su gran capacidad de postergar y retrasar cualquier encomienda que se le haya asignado.
No obstante debe demostrar que el lugar, la silla, el escritorio que ha ocupado durante meses tiene una razón de ser, un sentido profundo y superlativo.
El haragán, previo a ese día espeluznante, hará una especie de "lobying"; se acercará con cautela y discreción a quien debe recibir su encargo, sondeará humores, escudriñará en el calendario fechas sensibles (finales de campeonato, celebraciones religiosas, festejos de oficina, entre otros), estará atento a cualquier efeméride que justifique el postergar unos días, semanas o, en el mejor y más emblemático de los casos, algunas míseras horas.
Pero ese momento fatídico llegará. Como la hora última, será inevitable.
En estos casos, el haragán habrá hecho notar su presencia en la oficina con días de antelación.
En un esfuerzo supremo –que luego describirá como "una temporada de mucha carga de trabajo"– llegará antes que todos sus compañeros y se quedará hasta tarde, será el último en irse aunque eso implique pasar de dos a tres horas sumido en sus aburridas y parsimoniosas redes sociales, o vagando por los pasillos con gesto de profunda concentración.
Al fin, en un acto que procurará hacer solemne, notorio y de suma trascendencia, entregará.
Pero ese acto irá acompañado de profundas advertencias: "fue tan complejo que aún debo procesar los últimos datos", dirá, con gesto de haber hallado un descubrimiento que cambiaría el eje del sistema solar.
O también: "no creí que la información fuera tanta, y hallé mucho que no me dio tiempo de desarrollar e incluir".
El caso es que lo entregado jamás estará completo.
El haragán especulará, en su intento de convencer acerca de cuánto se perdería si omite lo que no incluyó, y que será siempre superior a lo entregado, razón suficiente para postergar durante "unos meses" el misterioso resultado final de sus pesquisas.
Cualquier cosa con tal de retrasar esa fecha fatal y fatídica, patíbulo de la procrastinación, realidad que le restregará en la cara su haraganería y lo evidenciará –más– ante sus colegas.
El jefe –amigo, compadre, cómplice– asentirá.
Hará suyos los motivos del haragán con tal no mancillar esa amistad que le hace ver bondades donde solo hay pretextos, y justificará los retardos, las omisiones, el trabajo incompleto –o nulo–.
Incluso sensibilizará a los empleados para hacerles entender que la espera es justificada, que son ellos los que no entienden ni son capaces de razonar cuánto vale la pena aguardar por ese descubrimiento que a todos puede beneficiar.
Ufano y con la mano de su jefe sobre el hombro, el haragán regresará a sus profundas cavilaciones, a la música clásica que se escucha desde su oficina cuando digna aparecerse, o a sus ausencias justificadas porque está "en proceso" de descubrir aquello que en algún futuro remoto hará temblar las concepciones estáticas y anticuadas de quienes le rodean.
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