La idea original surgió a principios del siglo XX, en palabras del poeta francés Guillaume Apollinaire, quien bautizó como surrealismo a un género que aún esperaba por sus más destacados representantes: el grupo reunido en torno de André Breton años después, tras la primera guerra mundial, cuando la entonces mayor afrenta bélica que había conocido la humanidad demostró que los límites de la destrucción eran tan infinitos como la imaginación humana.
En Paris, Breton redactó el Primer manifiesto surrealista (1924) y abrevó en el recién bautizado inconsciente freudiano, en el automatismo de la creación y otras herramientas para conformar un estilo que buscaba llenar con los frutos de la imaginación el vacío dejado tras Dadá y Tristan Tzara; se apeló al sueño, al entresueño y al punto donde éstos se unen con la realidad para transformar la visión en una obra que ya no buscaba ni ser reflejo fiel del entorno ni representar nada más que la subjetividad del artista, sus pasiones, su propio mundo interior y personalísimo, primero en la escritura, luego en la pintura, la escultura, la fotografía o el cine.
El surrealismo pronto cobró adeptos en Europa y contagió al mundo del arte en todo occidente hasta llegar a América, con el exilio de la mayor parte de los creadores de aquel continente, que huían de una segunda guerra mundial que demostraría cómo esa imaginación ilimitada podía extenderse aún más, hasta perpetrar las atrocidades más encarnizadas e infrahumanas que ha conocido la historia del hombre.
Ese tránsito fue benéfico y refrescó temas y estilos; trajo a países como Argentina, México, Cuba o Chile un estilo innovador que halló exponentes que no tardarían en alcanzar la fama de sus maestros. El surrealismo contaminaba el nuevo mundo y, a su vez, renovaba a sus creadores. Y ese cruce de culturas y su fruto pictórico y escultórico es el tema de la exposición Surrealismo: vasos comunicantes, que actualmente se presenta en el Museo Nacional de Arte de la ciudad de México, donde el visitante podrá entrar en contacto con artistas de ambos continentes bajo la premisa de “Lo maravilloso se opone a lo que existe maquinalmente, a lo que es tan corriente que ni siquiera se advierte; por eso se cree por regla general que lo maravilloso es la negación de la realidad” (Louis Aragon).
La muestra del Munal es un auténtico trayecto por lo maravilloso cotidiano, por la visión del sueño que encuentra en el óleo, en el bronce o en la madera un modo de expresión. Obras de René Magritte, de Joan Miró, de Yves Tanguy de Alberto Giacometti, del lado europeo, conviven con Leonora Carrington, Diego Rivera, Wilfredo Lamm o Roberto Matta, del lado americano. El montaje de la exposición, así como la museografía, es un recorrido extenso por su variedad y distribución en un espacio de exposiciones temporales que se antoja un resquicio de tiempo detenido, donde los cuadros parecieran invocar un pasado en el que el inconsciente amenazó con instituirse como norma más que como excepción.
El visitante puede detenerse, recostarse en una especie de diván y mirar al techo, donde se proyectan espirales con la voz de fondo de Breton, de Jean Cocteau, de Tzara y de Marcel Duchamp; o asomarse por los ojos de cerraduras que ofrecen filmes de Man Ray; también contemplar las ediciones de libros de autores surrealistas prestadas por la Colección Gironella-Parra (extrañamente, ninguna obra de Alberto Gironella fue incluida en la muestra). El conjunto recrea un trayecto onírico donde todo puede sorprender por inesperado y sorpresivo y nada parece ser lo que las pequeñas fichas con los títulos de las obras describen.
Surrealismo: vasos comunicantes es una oportunidad excepcional de acercarse a la última gran corriente del arte y dejarse arrastrar por la moraleja de que abrir la imaginación y dar rienda suelta a los sueños, puede llevar tan lejos como el talento, la técnica y los medios permitieron a un grupo de mujeres y hombres que no se conformaron con lo ordinario y decidieron ir un paso adelante, siempre un poco más allá.