Introducción
Las democracias de nuestro tiempo enfrentan la irrupción de alternativas autocráticas que, desde hace por lo menos dos décadas, emergieron a la vida pública de forma institucionalizada, como movimientos sociales, primero, como fuerzas políticas organizadas después, beneficiarias del voto de sociedades que poco a poco se convencieron de la denuncia de un sistema y un régimen rebasados en sus formas de representación, descalificados por diversas prácticas de opacidad y corrupción, así como condenados por su incapacidad de renovación y respuesta; elementos, todos, que terminaron por desbordar la capacidad del Estado de satisfacer nuevas demandas de sociedades cada vez más complejas.
Vigencias que van perdiendo su utilidad; términos y conceptos que se vacían, se tergiversan, se resignifican porque, con Ortega y Gasset, ya no responden a su época, que busca nuevos modos de participación: representatividad excedida por una pluralidad que, no obstante, se encuentra en estos días contenida contra su propia naturaleza en el simplismo “demócratas vs autócratas”, síntesis forzada desde el discurso político que restringe una multiplicidad de particularidades exigentes de reconocimiento como parte distintiva y distinguible dentro del todo social. Reducir esa complejidad atenta contra la pluralidad: contenedor que no alcanza a dar cauce a la potencialidad que se manifiesta en múltiples expresiones, voces, acciones y presencias de un otro, una otra que emergen en el espacio público desde su propia individualidad y hasta conformar el yo colectivo.
El presente ensayo pretende demostrar la forma en que la Otredad, desarrollada y constituida en y desde la pluralidad política de nuestro tiempo, exige a la democracia y sus instituciones una revisión del Pluralismo y de la Participación como valores pilares de este sistema político, como mecanismos para comprender una diversidad que busca ser lenguaje dentro de las voces que se suman para conformar la comunidad: participación de lo común. Lo que en estas páginas se configura como “la irrupción de la Otredad” es, así, la presencia de identidades que apelan reconocimiento, visibilización de desigualdades ocultas bajo una “normalidad” que se deconstruye a la luz de nuevos derechos y nuevos enfoques y marcos de análisis, y la exigencia de su cumplimiento: tradición impulsora de desigualdades perpetuadas, descubiertas como tales y que buscan ser corregidas en el marco de la responsabilidad del Estado frente a esa realidad visibilizada.
Si para Emmanuel Levinas, el “Yo es la identificación por excelencia, el origen del fenómeno mismo de la identidad”, ese Yo extendido hacia un núcleo colectivo afirma una identidad que se revela a sí misma en un proceso de reconocimiento, de valoración y revaloración, de afirmarse como presencia colectiva, agregada a un orden del que a través de esa identificación, de ese rencuentro de la identidad consigo misma, participa de lo público y reivindica con ello los derechos colectivos, repara inequidades… procesos graduales posibles solamente, de manera pacífica, bajo el régimen democrático.
La Otredad irrumpe y demanda. En su expresión más radical, polariza el debate público hasta tergiversar los mismos valores políticos y minar, de raíz, sus prácticas, la actitud ciudadana y la disposición a la participación, al debate y la convivencia con el otro que condicionan y determinan la calidad de las democracias. No es, sin embargo, la primera vez que, en las últimas décadas, esta tendencia polarizante se instala en la vida pública: la forma en que en el pasado se dio solución a este fenómeno permite afirmar que ha sido el humanismo, como filosofía política, el que tanto desde un enfoque teórico como desde la representación partidista ha sido capaz de enfrentar épocas de transformaciones urgentes, que demandan contraponer al salto al vacío de todo cambio súbito la gradualidad que exige la complejidad democrática, la pluralidad que irrumpe y debe ser, antes que obstáculo, impulso para revalorar la diversidad que distingue y enriquece a las sociedades del siglo XXI.
Las presentes reflexiones tienen su origen en la charla impartida por el autor en el foro “Persona y Acción. Espacio de encuentro y diálogo”, organizado por la Secretaría de Formación y Capacitación del Partido Acción Nacional el pasado 4 de junio (2022), y con el que un grupo de jóvenes busca sumar voces a la elaboración del Programa de Acción Política del panista, documento clave en la vida interna de una institución que, de cara a su mejor tradición de apertura, asume la participación de la sociedad en y desde lo público como un valor inherente de la democracia y del propio sistema de partidos. Tanto el PAN como las y los ciudadanos tienen frente a ese Programa la oportunidad de generar una respuesta que comience a satisfacer la demanda de una nueva relación entre los partidos políticos y las sociedades.
I. La irrupción de la Otredad y el origen de la radicalidad
La Otredad irrumpe en el espacio homogéneo de lo público y reclama reconocimiento, inclusión y justicia. Su acción se organiza como voz colectiva, como suma de demandas de quienes se integran desde su mismidad, una parcial y, en términos aristotélicos, accidental, que se reinterpreta a la luz de nuevos elementos de análisis: la teoría de género, el indigenismo, el colonialismo y las posturas críticas, entre otras tantas que, herederas de la crítica kantiana, deconstruyen aquellos fenómenos sociales para ahondar en los orígenes profundos de lo que se reclama como injusticia y reivindicación.
Solo es posible irrumpir ahí donde existe un orden, un deber ser establecido, una costumbre, una tradición, un sistema para entender y resolver la realidad: el ser en el mundo, la norma moral que sostiene la convivencia y el código que organiza el Estado como orden político. La Otredad pone a prueba lo homogéneo, sea este familiar, cultural, tradicional o individual. Desafía una forma de ser y estar establecida y se manifiesta en el espacio público hasta ser, en nuestro tiempo y desde sus múltiples manifestaciones (activista, académica, civil, política, etc.), fuerza social y motor de cambios en los países democráticos; surge de un proceso que comienza como un grito muchas veces inentendible, catalogado como vandalismo o destrucción: el grafiti, la pinta, el mensaje que se mantiene en el nivel de un lenguaje restringido, no entendible aún para la mayoría. Progresa en sus métodos, en sus formas, se desenvuelve más allá de la calle, genera vínculos con la clase política y poco a poco se incorpora como voz legítima. Esta irrupción pacífica del otro apela a un gradualismo en el que la suma de activismo de calle, organización política de las demandas y vínculos con los tomadores de decisiones, así como la labor académica que vincula con una nueva generación de derechos, permite alcanzar el reconocimiento legal de demandas, su elevación a leyes o políticas públicas que dan cauce a esa nueva voz que se incorpora al debate público.
El suelo que permite esta irrupción del otro en la vida pública, el que posibilita que ese primer grito avance hasta ser texto legal, es el valor democrático de la pluralidad. El pluralismo que distingue al siglo XXI es el mayor de los retos para los sistemas democráticos, herederos de instituciones construidas a partir de sociedades que, si bien en conflicto y disputa constantes, gozaban de cierta homogeneidad que permitía una representación asegurada mediante las distintas formas que para ello existen hasta el día de hoy. Esta homogeneidad se instaló durante la posguerra del siglo XX, polarizó al mundo en dos bandos que impusieron donde les fue posible su manera de resolver la convivencia: un estatismo apegado a los designios de la Unión Soviética, y el libre mercado sostenido sobre el poderío militar estadounidense. En nombre de uno y otro se justificaron, defendieron y promovieron golpes de Estado, dictaduras militares, invasiones y guerras sanguinarias, países divididos de acuerdo con un ordenamiento geopolítico que asumía el mundo como el campo de una guerra que se libraba en los cinco continentes.
La caída del muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética y su modelo de gestión estatal y económica redujeron aquel escenario al triunfo del liberalismo, la economía de mercado y los valores democráticos sostenidos en instituciones y contrapesos. El optimismo de aquellos años condujo a la postrer creación de la Unión Europea, las uniones de libre comercio en América del Norte, las transiciones europeas y latinoamericanas a la democracia, incluso el acercamiento a China y a otras dictaduras asiáticas con la esperanza de que, incorporadas a un mercado común, tarde o temprano la propia democracia terminaría por instalarse como forma de gobierno.
Democracia y libre mercado homogeneizaron al mundo, todo era cuestión que el soft power de los Estados Unidos se instalara como aspiración y la demanda requiriera aquello que el comercio internacional podía proporcionarle… Un camino a la historia del que Hegel se hubiese sentido orgulloso porque preconizaba el avance inevitable hacia un modelo único. En ese entorno es que irrumpen, por ejemplo, movimientos como el indigenista en México, primero de manera violenta, luego como suma de organismos y tema de primer orden en la agenda pública, para visibilizar el atraso, las desigualdades y la marginación de amplias zonas del territorio mexicano. La irrupción violenta generó en su etapa naciente posturas ambiguas por parte de la clase política, que poco a poco cedió al incorporarse esas voces, primero inentendibles –la violencia, las armas, la declaración de guerra al Estado mexicano–, luego capaces de convertirse en lenguaje y ser sumadas como demandas de justicia a resolverse mediante leyes, acción del Estado, políticas públicas y la representación partidista de liderazgos: vinculación que permite el empoderamiento de grupos antes excluidos de la vida política.
El llamado zapatismo hizo a escala regional lo que más adelante, al iniciar el siglo XXI, llevarían al extremo más radical los atentados terroristas contra la torres gemelas de Nueva York: irrumpir en un espacio que se asumía homogéneo para visibilizar la experiencia de otro que desafía la prevalencia de un solo modelo, que reclama ser considerado desde su propia experiencia histórica, que utiliza los medios a su alcance y pone la más extrema de las pruebas del propio pluralismo: el radicalmente otro, el que no comparte ninguno de los valores y se presente como un extremo que mediante la violencia, busca imponer su forma de resolver la convivencia social. El límite a la irrupción del Otro es precisamente esa violencia que no logra trascender una acción, limitada en el marco que va desde la intimidación hasta el asesinato; la violencia que no tiene la disposición de llegar a ser voz para el diálogo pacífico en los espacios que para ello ha instituido el Estado: el límite al pluralismo es la violencia porque atenta contra la dignidad de la Otredad a través del miedo, que inhibe y clausura la participación democrática.
Los eventos de septiembre de 2001 en Estados Unidos marcan el inicio de un siglo que se ha enfrentado a una serie de irrupciones de las y los otros, manifiestas en las múltiples crisis que han acompañado y afectado el rumbo de la humanidad de nuestro tiempo, y que ya desde finales del siglo XX se trataban de enmarcar en el auge de los nacionalismos, pero que pronto terminarían superando esa categoría de análisis: fue poco antes de aquella fecha cuando el debate global se tornaba en una aún difusa defensa de identidades nacionales y, sobre todo, locales, que padecían las primeras consecuencias de un proceso globalizador que, al igual que la euforia democrática, parecía expandirse como sola alternativa. La invasión a Irak y Afganistán, con su intento de instalar una democracia, devinieron en cruentas guerras, en la detención ilegal y tortura de sospechosas y sospechosos que terminaron por salir a la luz para erigir un argumento que ponía en tela de juicio todo aquel esfuerzo: si quien busca instalar un régimen de derechos y libertades es capaz de tortura y vejación contra sus enemigos, en nombre de esos mismos derechos, se pierde mucha de la autoridad que se tiene, al menos en el plano moral, para decidir invadir un país y convencer de que esos medios tergiversados son capaces de conducir a fines deseables.
Pasarían pocos años antes de que, a este desprestigio de la autoridad norteamericana como garante de la libertad y los derechos humanos, se sumara la inacción del propio Estado, de la autoridad y de los controles financieros para generar, en 2008, la crisis económica que demostró la incapacidad del mercado de regularse a sí mismo. Esta reiterada aseveración, no obstante, cobraba en ese momento un cariz distinto, pues afectaba de manera directa a países con estabilidad democrática, lo que terminó por llevar a grandes grupos de población a asociar la mala gestión gubernamental y la corrupción a un discurso de descontento con el régimen democrático; con ello, se instalaron en el debate público y en la participación partidista las cuatro categorías de la antipolítica (moral, amoral, instrumental y del espectáculo) como formas de irrumpir en la vida pública: la representación de quienes salieron a las calles para demandar nuevas formas y mecanismos de participación de la sociedad en la toma de decisiones que, como las que se debieron acatar esos días, afectaban de manera directa el bienestar, el ahorro o el patrimonio de millones de personas.
El otro emergía y se instalaba en las calles: el otro marginal, la desposeída o expulsada de su casa, el desahuciado de su morada, y buscaba una representatividad que en España, en Grecia, pero también en Francia y en Estados Unidos, reclamaba alternativas de representación: los partidos de izquierda y derecha radical, así como sus correspondientes y casi siempre mesiánicos liderazgos, en ese momento englobados bajo el mote “populistas”, irrumpen y cobran auge en la vida pública europea y norteamericana, sumándose a los por entonces en consolidación regímenes autocráticos en Latinoamérica, con Venezuela a la cabeza desde el año 2000. El otro marginal gozó pronto de una representación política que, siempre de manera alevosa, y esgrimiendo argumentos que llamaban a la descalificación de los sistemas partidistas tradicionales, tuvo en una serie de personalidades de la vida pública (actores, deportistas, líderes sociales) la manera más inmediata de manifestar su desencanto y su crítica a los sistemas políticos económicos. En Guatemala, en Bolivia, en Argentina, entre otros, liderazgos ajenos a la política tradicional comenzaron a obtener el poder por la vía democrática.
Con la primavera árabe se acentuaría la irrupción del otro que, huyendo sobre todo del conflicto bélico en Siria, pero ayudando con ello a la visibilización del drama migratorio en todo el Mediterráneo, daba a la pluralidad una preeminencia nueva, poniendo a prueba y llevando incluso a crisis un concepto de Estado-Nación ajeno, indiferente e insensible ante las problemáticas que se generan a miles de kilómetros de sus fronteras; modelo tradicional de fronteras y límites superado por la llegada de inmensos contingentes que reclamaban la posibilidad de dejar atrás guerra, destrucción y persecución, para instalarse en suelo europeo. La suma de cuestionamientos a la democracia y a los partidos tradicionales, del ascenso de nuevos liderazgos provenientes de la desilusión y la apatía ciudadana –ya fuera frente a la política, frente al manejo económico o ambas–, y de la irrupción del otro migrante y su recepción en los países de Europa, configuró la primera década del siglo XXI con su correlato de terrorismo que sacudió a las principales capitales el Continente (Madrid, París, Berlín, Barcelona, Ámsterdam, Londres) y, con ello, el aumento al rechazo de culturas que se fueron incluso consideradas, en su conjunto –anulación de la pluralidad–, ajenas a los valores democráticos, pero que no obstante se encontraban ya instaladas en las propias sociedades democráticas, tocando con frecuencia a sus puertas, irrumpiendo de manera ilegal a un costo que de pronto se visibilizó, gracias a las tecnologías de la información, para mostrar su lado más crudo, su condición de crisis humanitaria.
Esta suma de hechos –inconformidad y cuestionamientos a la democracia, liderazgos antipolíticos, irrupción de la Otredad– fue ocasión también para que en Alemania, Estados Unidos, Hungría, Gran Bretaña o Polonia cobraran auge nuevos movimientos políticos que hicieron de la migración, de los valores nacionales, del rechazo al distinto y de una xenofobia disfrazada en exigencias apegadas a la costumbre y la tradición, la estrategia para acotar ese pluralismo que poco a poco se abría brecha al amparo de derechos humanos y tratados y convenciones internacionales, activismo ciudadano y de organizaciones de la sociedad civil: la Otredad que, manifiesta y presente en las comunidades a través del reconocimiento de su identidad, sus costumbres y su libre ejercicio de la individualidad, gozaba de manera paulatina de un ser particular más pleno y autónomo.
Mientras esto ocurría con el radicalmente otro, que ponía a prueba los límites de los mecanismos del Estado, de la tolerancia y la capacidad de resiliencia de las sociedades, en el seno de las comunidades establecidas se asistía a una serie de irrupciones de la Otredad que, en el ámbito de lo nacional, también apelaban a un reconocimiento que se tradujera en derechos, en garantías y en reivindicaciones de injusticias, generalmente construidas sobre la invisibilización de problemas, sectores o incluso grupos enteros de población. En esa irrupción pacífica del otro se encuentran, por ejemplo, los movimientos ambientalistas que en cuestión de una década modificaron con sus demandas –incorporadas y encauzadas por organismos internacionales, por la urgencia de energías limpias y el marco teórico el desarrollo sostenible– la forma en que se concibe el espacio público, llevando al punto de incidir en el diseño urbanístico de nuestro tiempo, que ahora pretende centrarse en medios de transporte alternos al automóvil, al uso de energías fósiles y la centralidad de la persona como eje de la conformación del espacio público, como antes lo hizo través de mobiliario urbano que facilitara la movilidad de quienes padecen discapacidades físicas (de esa visibilización y de su representación pública surgieron cambios como las rampas y los espacios reservados de estacionamiento, los cruces peatonales con dispositivos sonoros, la tolerancia de animales guía en lugares cerrados, entre otros).
Ocurre lo mismo con los movimientos en defensa de los derechos de la comunidad LGTB+, que en cuestión de dos décadas ha generado debates que alcanzan aspectos biológicos y antropológicos, y que pasan por la consecución de nuevos derechos para comunidades que hasta hace poco, y en muchos lugares por desgracia, aún son discriminadas por sus preferencias sexuales y sus opiniones respecto del género. En ese sentido, las luchas de los feminismos representan otro hito de irrupción de la Otredad, sobre todo por su carácter transversal, que parte de la toma del espacio público y llega hasta modificaciones de constituciones y marcos legales, acciones afirmativas, visibilización de las múltiples violencias en razón de género, entre otros tantos instrumentos y herramientas que se desprenden a partir de la perspectiva de género. En ese sentido, los cambios en la concepción de familia, la apropiación del Estado de la institución matrimonial y su extensión a otras formas de convivencia diferentes de mujer-hombre, la ampliación de derechos a la infancia y la protección preferente del menor modifican roles preestablecidos, amplían libertades y establecen nuevas formas de convivencia que aspiran a relaciones más horizontales, menos autoritarias y más apegadas al diálogo, al consenso, al acuerdo y a la no violencia: valores, todos, exclusivos de la democracia.
La Otredad que irrumpe tiene, así, en su realización como manifestación de la pluralidad, la capacidad de generar cambios que resultan benéficos para la sociedad en su conjunto, haciendo que esa llegada del otro fortalezca además la participación que surge de una voluntad colectiva dispuesta a organizarse, reunirse y colaborar para que el Estado renueve los estamentos legales sobre los que levanta la legitimidad de su autoridad y su representación de intereses ciudadanos. No obstante, el breve lapso de tiempo que se detalla en estas líneas y la eficacia de muchos movimientos –ecologista, urbanista, feminismos, LGTB+, trans– han generado cambios de una premura en ocasiones difícil de asimilar: la transformación jurídica de la realidad permite acelerar los pasos de un proceso que no puede prescindir de la gradualidad, y de ese forcejeo surgen resistencias que reniegan de una solución que trasgreda ciertos límites morales, tradicionales o culturales, que de igual forma deben ser abordadas como manifestaciones legítimas de una particularidad, en esta caso, vulnerada y que incluso se asume violentada en su sistema de creencias.
Moisés Naim señaló hace casi una década el límite de los contenedores habituales de la representación política. En ese tiempo, esos contenedores se han reducido o se volvieron disfuncionales, incluso constreñidos y restrictivos, y la pluralidad que ha irrumpido pone a prueba una serie de valores que se asumían resueltos o por lo menos capaces de contener una diversidad que hace que la participación y el diálogo como herramientas y valores de la democracia se sometan a un escrutinio: este solo hecho demuestra la necesidad de revisarlos y pensarlos a la luz de una nueva representatividad, de una cultura política que exige cauces para su vocación política.
La premisa clásica de que “lo que funcionó ya no funciona y lo que va a funcionar aún no existe” podría resumir este fenómeno, propio de una época transicional en la que las diversas crisis pusieron a prueba muchas de las premisas de la democracia y del libre mercado, llegando a un punto tal que, ya en el año 2016, la llegada de la posverdad, del Brexit en Inglaterra y del fenómeno Trump en los Estados Unidos llevaron a su límite la capacidad del propio sistema de contener a quien asume una actitud de participación que manipula la verdad, tergiversa la narrativa de la realidad para presentar los valores democráticos como obstáculos a la eficiencia y la premura, y utiliza los mecanismos de la propia democracia para debilitar al sistema e inclinarlo hacia una tendencia más vertical, autoritaria y demagógica.
La irrupción violenta de ambos casos –norteamericano e inglés– es también fruto de una pluralidad que demanda reconocimiento, que propone un modo de hacer política que trastoca los límites de la convivencia política, del acuerdo y del debate público; que polariza y enrarece la cotidianidad democrática porque su propuesta y su estilo buscan la radicalidad, el combate, esa política que asume que es posible reducir la pluralidad y la diversidad a la antítesis “malos y buenos”. El “conmigo o contra mi” que ya desde la segunda invasión a Irak y la búsqueda de Osama bin Laden dio inicio a una polarización que hoy se replica, de manera igualmente simplista, entre autócratas y demócratas. La última prueba a la que el sistema democrático se encuentra sometido, su gran paradoja, proviene de esa radicalidad: ¿tiene cabida en el régimen democrático quien propone transformar la democracia en algo ajena a sí misma?, ¿hasta dónde soporta la democracia los cambios que le permitirían perder o conservar su esencia de régimen de libertades y garantías?, ¿quién decide quién tiene derecho a agruparse en torno de qué causas y cuándo puede o no participar en la vida pública?
Las épocas transicionales plantean ese tipo de cuestiones límite, sacudir de la raíz, del tronco y de las ramas del todo social, cuestionamiento, inconformidad… Ese tiempo ira y miedo, de incertidumbre frente a cambios, lenguajes y realidades nuevas, exigen visiones renovadas, así como la capacidad de sistemas partidistas vigentes durante todo el siglo XX de responder a nuevas demandas, a nuevas exigencias de representatividad que fortalezcan –mediante la pluralidad y la participación– al propio sistema democrático: si estos valores no se asumen como tales, y son la ruta que se toma para resolver los retos de las instituciones, y en cambio, se presentan como negativos para el funcionamiento de los órdenes y niveles de gobierno, entonces resultará cada vez más complejo hablar de una democracia como sistema capaz de resolver la convivencia entre quienes se integran en el Estado.
Democracia, así, capaz, ante todo, de sustantivar los derechos que garantizan constituciones, leyes y tratados internacionales. Democracia capaz de resultar funcional a las demandas ciudadanas porque tiene la posibilidad de adaptarse a nuevas realidades, de superar burocracias enquistadas y acomodadas, de ofrecer las herramientas para un nuevo consenso que permita establecer una cercanía entre gobiernos y sociedades, una relación más empática, transparente, abierta, dispuesta a sumar voces y causas a sus demandas para resignificar el principio democrático de la igualdad, inscrito en prácticamente la totalidad de las constituciones que organizan este régimen.
El tiempo de transiciones que vivimos se presta, no obstante, poco a ello: son momentos en que el miedo a lo distinto, la búsqueda de respuestas pasadas como soluciones a problemas que ya cambiaron, la nostalgia de otros tiempos, la prisa por mantener o perpetuar, la cerrazón frente a lo diferente llevan, en su conjunto, a la búsqueda y fortalecimiento exclusivo de lo propio (la nación, la raza, la tradición, la cultura), al discurso que radicaliza porque intuye un atentado contra eso que se encuentra ya erigido como valor supremo a defender: radicalismo que, bajo ese signo de la ira frente a lo que se considera despojo, agravio o atentado contra lo propio, y azuzado por la prevalencia del “hombre de acción” propio de los tiempos de cambios, fácilmente puede atravesar la línea de la violencia.
La radicalización frente a la irrupción de la Otredad, y el sistema puesto a prueba por el radicalmente Otro, conduce a no tener claridad respecto del sitio donde esa pluralidad retadora puede tener cabida. El veto de Twitter a Donald Trump es una solución que no aborda el problema de raíz, simplemente y como único fondo, elimina la pluralidad, le niega el espacio de la palabra, la margina y limita; si bien el límite es la violencia, y cada vez es más claro que el ex presidente estadunidense incitó a cometerla, esa respuesta evita el necesario debate que debiera suscitar la forma en que se integra el espacio público virtual y físico sin atentar contra la diversidad, la libertad y la participación.
Ya Hannah Arendt advirtió acerca del riesgo de que un grupo se arrogue el derecho a decidir quién participa, quién no, y qué se hace con quien no… Y pagó las consecuencias de intentar comprender al radicalmente otro. El veto del espacio virtual a Donald Trump, parafraseando a la autora alemana, es el mal menor, pero no deja de ser el mal. Y si ese otro radicalmente otro, de nueva cuenta, tiene una representación política contraria a los principios de la propia democracia, ¿se le excluye, se le silencia y se le margina?, o se comienza a dar un nuevo vigor a los valores democráticos a partir justamente de fortalecerlos, de arraigarlos y de promoverlos como el mecanismo que mejor garantiza la última medida de un sistema: el grado de libertad que garantiza a su ciudadanía.
De la polarización y a través de la polarización frente al otro, frente a la irrupción del otro; de la radicalidad frente a las realidades diversas que emergen y toman su espacio en la vida pública solo pueden surgir, en ambos casos, polarización y radicalidad que se alimentan a sí mismas, se replican hasta la deshumanización que conlleva toda violencia, toda cancelación de diálogo, la negativa a la participación y la condena a la pluralidad como valores democráticos.
II. La radicalidad que deshumaniza
El clima de polarización política que un gobierno puede generar contagia, poco a poco, el entorno social: imposibilita los acuerdos, anula la política, degrada la convivencia. Donde no hay posibilidad de acuerdo porque acordar implica ceder en un enfrentamiento, esto es, ser derrotado, la finalidad de la política, que es al acuerdo, queda anulada de facto y vuelta su contrario: lo no deseado, por implicar un fracaso. Polarizar supone establecer dos polos, reunir la diversidad en dos frentes que para funcionar deben ser inconciliables. Implica además azuzar y mantener esa imposibilidad de encuentro como forma y fondo del comportamiento político. Es la “política del mural” donde solo quedan vencedores y vencidos, traidores y fieles, víctimas y victimarios pero sin política de por medio, sin una herramienta con la cual superar esas brechas, esos polos que sólo pueden reconciliarse, reencontrarse, al constituirse un espacio para la política, para la consecución del acuerdo.
La radicalidad se instala como fruto de una polarización que la exige, incluso hasta la intransigencia: es la ley del que niega más, del que grita más, del que anula de mejor forma la voz, las ideas, el aporte de la Otredad. Y ese clima político se extiende y busca hallar en toda forma de colaboración una traición, un abandono de la causa, del estar a favor o en contra sin mediaciones, sin matices: de nuevo, el conmigo o contra mí. El entorno de liderazgos autocráticos que se desarrolla hoy día en buena parte de las democracias del mundo hace de esa polarización una herramienta política de suma utilidad y eficacia para quien proviene o defiende de una tradición vertical, cerrada y negada a la experiencia del otro; que tiene en el otro a un rival a vencer, un enemigo a derrotar.
Cuando esa forma de hacer política se instala en el gobierno, cuando prevalece ese ambiente de rivalidad mimética que se alimenta de sí mismo y tarde o temprano lleva a la espiral de la violencia, resulta complejo no contribuir a que esa rivalidad que se busca, ese rival que se desea definir como vencible, responda de manera que fortalezca esa misma espiral: ante el ataque se requiere una defensa, pero esa defensa no puede ni debe contaminar todo el debate público ni anular las múltiples formas, espacios y niveles en que puede desarrollarse el diálogo. Además de este fracaso de la política, la radicalidad se instala también desde el lenguaje y transforma la manera en que nombramos la realidad, en que entendemos al otro: buenos y malos, fieles e infieles, líderes y sometidos, “fifís y chairos” aparecen como fórmulas para reducir lo distinto –la pluralidad propia de la Dignidad humana– a un espacio donde no se pretende ni se aspira a ninguna forma de coincidencia, donde lo común ha sido reducido a la propiedad de la mayoría que ejerce el poder y toda alternativa debe expulsarse porque no obedece a la decisión de quienes, en el contexto actual, se congregan en torno al líder que encabece al grupo dominante.
Ante el embate que el liderazgo autoritario hace contra las instituciones que permiten el equilibrio democrático, las que acotan y contrapesan al poder, que lo regulan y lo investigan, la necesaria defensa de la institucionalidad democrática y el orden legal se vuelve una batalla también deseada y provocada. ¿Cómo no alzar la voz hasta dónde sea necesario en defensa del orden que ha permitido transitar de un régimen autoritario a uno de mayorías? ¿Cómo no decir “hasta aquí” a quien pretende asumirse como única voz, y que determina a la voz del otro como afrenta de un enemigo al que es necesario derrotar? Ahora bien: ¿es necesario asumir esta postura de “defensa” al punto que no quede posibilidad alguna de diálogo, que se anule cualquier posibilidad de encuentro, y que la pluralidad del orden social quede reducida a la sola confrontación –sin solución, como ya se vio– de demócratas contra autócratas?
La radicalidad se contagia, cobra una representación en el orden democrático y busca participar de la vida pública, con propuestas que ofrecen alternativas que en muchos casos atentan contra el equilibrio democrático. Atentar contra ese equilibrio solo se logra, de manera eficiente, cuando se atenta contra los valores que sostienen la cultura democrática: al tergiversar la escala valórica se pretende transformarla de manera radical, de raíz. Salir de la radicalidad implica ese doble desplazamiento en que el movimiento hacia fuera de uno de los extremos intenta que el otro se desplace en el mismo sentido o permanezca ya sin rival que faculte la polarización: una apuesta incierta, sin duda, pues puede ocurrir que el radical se instale con mayor vehemencia en su postura, pero que al menos permite a uno de los extremos abandonar su sitio, que no es poco, puesto que permanecer ahí es perpetuar un estado de desacuerdo constante, un esfuerzo reiterado y enfático hacia el fracaso mutuo, la caída del otro.
Hay sin embargo quienes, organizados y participando en el espacio político, promueven programas basados en ese ataque, en ese menoscabo valórico que tanto hiere al sistema democrático pues hace que uno de sus pilares, la participación, se enrarezca, primero, en lo político, para después impregnar el debate público y así, poco a poco, el clima social. En la radicalidad polarizada conviven Vox en España, el Frente Nacional en Francia, gobiernos de corte autocrático instalados en Hungría y Polonia, en constante conflicto con los valores que defiende la Unión Europea, y solo medianamente controlados frente al guerra en Ucrania y sus simpatías pasadas y presentes con el régimen de Vladimir Putin. Están también los apologistas del Brexit inglés y sus mecanismos de posverdad que instalaron un modo de comunicar, de hacer política, que llevan a dudar de aquello que se ve en el espacio público virtual, y de ahí al cuestionamiento de la propia realidad, en un emparejamiento entre virtualidad-realidad que de preeminencia a la segunda frente a la primera: los defensores del estilo impositivo, burdo y antidemocrático de Donald Trump, con todo el círculo de violencia que ya demostró es capaz de provocar.
El inhibir la participación, el hacer que la presencia en lo público sea una invitación a una batalla puede sin duda inspirar y mover a muchas y muchos, pero, ¿son los únicos perfiles que se requieren?, ¿es lo único que se pretende defender como forma de participación en la vida pública? Un clima social en el que incluso quien convoca a un centro que medianamente pueda poner un piso mínimo de acuerdo es denostado y tachado de traidor, de ceder, de dejarse engañar, no puede durar mucho tiempo antes de que, de la imposibilidad del acuerdo, se pase a la imposición del más fuerte y, de ahí, a formas de violencia más profundas de las que ya de por sí padecen hoy. Si desde el poder se asume a quien defiende algo distinto a lo que propone el poder como un enemigo a vencer, como alguien que de ser posible y en la medida de las posibilidades legales –o incluso más allá de ellas– se debe excluir de la participación, no sólo se atenta contra el valor democrático de la participación sino que, además, se deshumaniza a quien al final se pretende excluir, a quien se busca anular como merecedor de participación.
Esta deshumanización encuentra su correlato y se extiende en la vida pública cuando, tomando el caso mexicano, la autoridad electoral convoca a un referendo para determinar si el presidente del país prosigue o no con su mandato, y es la propia oposición al poder quien promueve entre la ciudadanía la no participación: se atenta contra la participación como respuesta al atentado contra la participación que emprende el gobierno a través de una consulta amañada. La suma cero de esta ecuación es derrota para la democracia porque, al final, se permanece en la radicalidad que sigue negando al otro, que ahonda esa espiral violenta girardiana. Se deshumaniza cuando, tomando también un ejemplo de México, y ante la desaparición por parte del gobierno federal del Fondo de Desastres Naturales (Fonden), un huracán devasta una zona de la costa del Pacífico oaxaqueño y distintos liderazgos públicos convocan a no ayudar como sociedad a las y los damnificados, bajo el argumento de que ese problema es provocado por el gobierno y corresponde al gobierno solucionarlo; prescindir de la solidaridad y la subsidiariedad es también otra forma de deshumanizar.
Y es posible sin duda esbozar el argumento que se quiera contra esa forma de ejercer el poder, frente al abuso o el roce constante de los límites legales –cuando no su cínico atropello– y de la postura de ignorar y socavar los contrapesos al poder, buscando así, además, provocar a nuevos actores contra los cuales generar un conflicto, una polarización, una nueva radicalidad, un nuevo enemigo; lo que resulta inconcebible es que en ello se atente contra la participación de la ciudadanía, que se promueva la no participación como única alternativa. La contradicción es precisamente en la escala valórica, en la participación ciudadana que es precisamente la que hace posible a la democracia. Negar la participación es, de donde provenga, deshumanizar a quien se busca dejar fuera de la vida pública.
Como única salida quedaría entonces el asumir que la participación de ese otro radicalmente otro –la polarización demócratas-autócratas– es parte del valor participación política organizada, que es fundamento de la democracia, y que la convivencia en un orden de normalización solo será posible mediante la absorción de ese otro en el sistema democrático: permitir que su política sea puesta a prueba, pero saber que su estilo y su propuesta tienden a la autocracia y asumir a esa “paradoja democrática” como su característica en la vida pública; paradoja que quiere decir cuestionamiento radical de los límites de la democracia, que no necesariamente requiere una respuesta desde la misma radicalidad y que pone también en juego los límites de la democracia (como las que llevan a asumir la participación como un defecto, incluso ante una tragedia natural).
La radicalidad atenta, para los límites de esta exposición, contra dos valores clave de la democracia: la pluralidad y la participación. La erosión democrática de la vida pública, del debate público que suscita la perpetuación de esa condición polarizada, conduce asimismo a prescindir de la propia democracia y de sus mecanismos: con el congreso clausurado como espacio de diálogo y acuerdo; con las leyes estiradas hasta sus límites más complejos, donde los temas de mayor radicalidad (los temas límite) son puestos como preponderantes; con los mecanismos de contrapesos constantemente a prueba; con el desgaste que provoca la perpetuación de esa dialéctica ataque-defensa y su paulatina clausura del debate público, la disfuncionalidad democrática se va instalando y con ella la justificación de esa narrativa que la encasilla y califica como un estorbo para el avance de las sociedades.
De la radicalidad no es posible salir desde la radicalidad. La mímesis que se alcanza entre rivales deviene identidades miméticas, te conviertes en tu rival porque no hay opciones o alternativas: defenderse del ataque o atacar ante lo que venga del otro. La radicalidad instalada en la vida pública termina por arrastrar a la ciudadanía a alguno de los bandos o, las más de las veces, la sume en una apatía, un distanciamiento y un retraimiento frente a la vida pública, frente a ese modo polarizante que enrarece la convivencia, eleva antivalores como valores a través de la clausura del diálogo, del distinto asumido como enemigo, de la búsqueda de la imposición que se logra a partir de la exclusión del otro en la vida pública en lugar del acuerdo que permite la participación, la coexistencia de lo distinto, la manifestación de una pluralidad creciente que distingue a nuestro tiempo. Sin diálogo, sin participación, con la pluralidad reducida a una rivalidad que linda en la violencia, en la clausura, la democracia se debilita, y esto es posible constatarlo a nivel mundial en distintos estudios sobre la calidad de este sistema político.
La radicalidad termina con le extinción del rival, del oponente: su exclusión, relegarlo o marginarlo, hacer que su participación y, con ella, la posibilidad de pluralidad representada, no sea incluida en el debate público: es el fracaso de la política como herramienta para la convivencia pública y privada. Salir de la radicalidad resulta más complejo cuando el clima de polarización se debate entre el triunfo o la condena de un sistema; reducir la complejidad del sistema democrático a ese antagonismo, a esa lucha, lleva de nuevo a la perpetuación del clima de rivalidad que se alimenta de sí mismo. La historia ofrece ejemplos de cómo esa bipolaridad del mundo puede superarse, tanto desde la teoría como desde la práctica, en tanto exista la capacidad de entender que será solo a través del fortalecimiento y la práctica de la pluralidad y la participación como valores de la vida democrática, como puede superarse el paradigma de la irrupción del Otro y, en particular, del radicalmente otro, a través de los propios valores de la democracia.
La guerra entre Ucrania y Rusia cierra el círculo de la irrupción violenta del otro que inició con las Torres Gemelas en Nueva York, en los albores del siglo XXI, reforzando una polarización entre defensa de la democracia y el mercado libre, por una parte, y un modelo estatista y autocrático, por la otra. Si hay un régimen que puede intentar absorber incluso a quien considera ese régimen desechable y sustituible por uno que es su contrario –en cuanto al papel del Estado y el mercado–, es la democracia. Esta es una de las grandes interrogantes que debiera instalarse en el debate de nuestro tiempo: cómo incluir al radicalmente otro desde una pluralidad que, instituida sobre un orden legal, represente una alternativa para quienes se organizan para participar en democracia. La solución de la autocracia es suprimir a lo distinto, desincentivar la participación de la ciudadanía y de la sociedad civil organizada, condenar la labor de la prensa, la importancia de la transparencia y la rendición de cuentas, ofrecer, en suma, un régimen opuesto al de los valores de la democracia: libertad, legalidad, participación, pluralidad, diálogo y acuerdo, formación, transparencia.
La apuesta democrática no puede sino sumar, incluir. Una forma de humanizar, de volver a situar en el centro a la persona como sustancia, más allá de sus determinantes –que no condicionantes– accidentes. Una necesidad que también pone a prueba al humanismo, y ante la cual ya en el pasado tuvo la capacidad de aportar desde la reflexión teórica y desde la praxis política, la prevalencia de aquellos puntos de encuentro que determinadas épocas exigieron; el humanismo supo responder ayer y hoy, y también es inquirido por un modelo de convivencia que apela a entender de una forma distinta la pluralidad y a la participación: una “política de la diferencia” que, con Charles Taylor, “brota orgánicamente de la política de la dignidad universal”.
III. La alternativa humanista: un centro en construcción continua
Como doctrina que sustenta la actividad partidista de una alternativa presente en diversas democracias a partir de la segunda mitad del siglo XX, el humanismo contiene en su formulación teórica la premisa de la Dignidad humana como origen y punto de partida de toda actividad política. Todo aquello que se desprende de esa dignidad debe ser resuelto desde los valores de una cultura democrática, que de acuerdo con Carlos Castillo Peraza se agrupan en Participación (“integración del mayor número de personas en la actividad pública”), Diálogo (“búsqueda común de la verdad política), Responsabilidad (“antídoto contra la masificación… su ejercicio enriquece al grupo con todos los valores individuales de cada uno de sus componentes”), Educación (adquisición progresiva de conciencia, por parte de la persona, “de su dignidad, libertad y socialidad esenciales, que posibilita el aprendizaje también gradual de ‘su capacidad de diálogo, solidaridad, responsabilidad y compromiso’”), Legalidad (“que se opone a la arbitrariedad o imperio de la fuerza”), Libertad (“obrar con base en la naturaleza misma de la persona y participar a sabiendas de que se compromete la propia libertad y, de algún modo, se limita”).
La suma del principio Dignidad humana a los valores de la democracia ha representado, en sus mejores momentos, una opción política que en distintos países facultó salidas prácticas y teóricas ante etapas de polarización, momentos transicionales y otras épocas en que el agotamiento o la violencia generadas por las pugnas de la radicalidad terminaron por encontrar en estos preceptos una salida que permitió abandonar espirales violentas, caminos de diálogo cerrados o posibilidades de encuentro anuladas por la beligerancia de ambientes y climas políticos donde la violencia se encuentra ya instalada o como una posibilidad latente. Las que podrían considerarse las cimas más altas del humanismo político moderno y contemporáneo, ya sea desde la praxis política o desde el pensamiento teórico, han sido así capaces de conjugar el principio Persona y los valores de la democracia, para con ello impulsar una agenda programática que se sustantiva en las propuestas de alguna fuerza política.
En el presente apartado se analizan algunas de esas salidas teóricas del humanismo político del siglo XX, con la certeza de que no será en las respuestas del pasado donde se resuelvan los retos presentes, pero que sí hay en esos hallazgos un sustrato común: la capacidad de responder desde una tradición a los problemas de su propio tiempo, de interpretar desde un legado aquellas situaciones nuevas a que se enfrentó y se enfrenta un grupo humano, de leer bajo el signo de una escala valórica y de dignificación de la persona la realidad que cada época presenta a las sociedades; ante todo, una actitud de superar antagonismos que anulan la política y tergiversan los propios valores cívicos hasta convertirlos en su contrario, signo de crisis anunciado ya por Ortega y Gasset, génesis de rivalidades que demandan rutas de salida más allá de la radicalidad: una alternativa capaz de superar la polarización de su propio tiempo y circunstancia.
1) La técnica y el dolor: marcos de análisis y convocatoria para construir un país
El contexto mundial de Manuel Gómez Morin es el de las revoluciones rusa y mexicana: asiste a la génesis de dos sistemas que pronto harían del estatismo la base sobre la que se levantaron dos naciones. No participa, por edad, de la gesta armada, pero se incorpora a la vida pública en el momento que, decretada la Constitución de 1917, el país transcurre hacia la etapa fundacional de México y se requieren profesionistas que se sumen ese esfuerzo, generación de estudiantes que coinciden en la Universidad y que para 1919 asumían puestos de relevancia en la administración pública.
Gómez Morin se da cuenta del momento fundacional del que forma parte y convoca a su generación a actuar a la altura de las exigencias de un país en formación . El ensayo “1915” hace un llamado que, en una doble muestra del espíritu orteguiano, asume una vocación pública precisamente desde la convocatoria como acto supremo de la política, y se ubica a sí mismo y a sus contemporáneos frente a un objetivo común. El objetivo es la construcción de ese México que sustantivara las grandes promesas de la revolución; esa es la causa formal de su llamado, hacer lo necesario desde la labor del gobierno para que, con Ferrajoli, el naciente Estado pudiese cumplir con aquello a lo que el texto constitucional lo obligaba. Más allá de lo que podría ser mera arenga, y luego de varios años como colaborador de alto nivel en el gobierno, propone además una forma de superar la incapacidad de un sistema que ya para 1928, año de la publicación del texto, demostraba su ineficiencia a partir de ese modelo estatista que, por una parte, resultaba insuficiente frente a problemas específicos y arraigados por largo tiempo (agrario, migración, autonomías, educación, pobreza, contrapesos, entre otros), y por la otra, hacía de la concentración vertical del poder el camino hacia un autoritarismo que atentaba ya contra la vida democrática.
No es un llamado a la organización política: ese llegaría una década después, con la fundación del Partido Acción Nacional. Ni siquiera considera posible la participación y se mantiene alejado, aunque colabora, en campañas políticas como la de Manuel Herrera y Lasso en la Ciudad de México o, más adelante, en la de José Vasconcelos a la presidencia de la República. Está consciente de que, antes que caudillos, se requieren instituciones eficientes, efectivas frente a la realidad de un país que venía de 15 años de lucha armada y de tres de guerra cristera; instituciones que sirvan para procesar de manera pacífica los problemas y las diferencias, donde se construyan acuerdos, donde se tomen decisiones; instituciones, en fin, que hagan del gobierno un organismo profesional y eficiente. Lo que propone Gómez Morin es lo que hoy se llamaría la profesionalización del gobierno, más allá de ideologías, de partidos o tendencias, y esa profesionalización se daría a partir de lo que llama técnica.
Ya el porfiriato había hecho del positivismo el marco de análisis del gobierno, pero sin un objetivo específico más allá que la modernización como fines últimos, como causas formales; esto es, una suerte de antipolítica instrumental en la que la razón científica prescindía de la preeminencia de la Dignidad humana para poner en su lugar al desarrollo per se. La técnica gómezmoriniana “no quiere decir ciencia. Que la supone; pero a la vez la supera realizándola subordinada a un criterio moral, a un ideal humano”. Es decir, se basa en la realidad, en los hechos que la propia ciencia reúne y analiza, pero asume que las soluciones que esa técnica proponga deben tomar como punto de partida y punto de llegada un ideal humano: el dolor evitable. La introducción de este concepto logra llevar el principio humanista de la Dignidad humana a la categoría de marco de análisis, y con ello, traducir una filosofía política en programa de gobierno: un ejercicio ineficiente conlleva la generación de dolor evitable, propina un daño a quienes la autoridad está llamada a servir; el dolor como medida de la eficiencia o impericia evalúa las responsabilidades de gobernantes a partir de aquello que más humaniza a una persona, donde inicia la vulneración de la condición humana: el dolor. El dolor evitable es aquel que por ineptitud, incapacidad o malicia unas personas generan a otras; y lo que desde el ámbito del gobierno lo origina es, de acuerdo con el autor, la improvisación.
Improvisar implica solucionar sin técnica alguna, obedeciendo a motivos que desde la política, la ideología, la ignorancia o los intereses grupales, tergiversan el sentido de la acción del gobierno y lo llevan a interpretar la realidad de manera incompleta, parcial o falsa. Como lo habían hecho los “científicos” porfiristas, como lo hacía un gobierno que ya hacia la tercera década del siglo XX configuraba un ejercicio del poder en el que ya era visible el germen de lo que más adelante sería una “dictadura perfecta”. Para Gómez Morin, la técnica como medio frente a la improvisación para solucionar el dolor evitable trasciende ideologías, modas políticas, partidos, grupos o personas, con lo que logra construir una perspectiva de análisis que aspiraba a superar cualquier antagonismo, dicotomía o polarización: la realidad no puede interpretarse y transformarse sino a través del análisis de la propia realidad, y solo es posible generar soluciones si esa ciencia se “subordina a un ideal humano”, el dolor evitable, para dejar de ser solo ciencia y devenir técnica al servicio de la sociedad.
2) Las audacias de la pluralidad
La filosofía humanista tuvo en Jacques Maritain a un renovador que, en 1936, se dio a la tarea de interpretar la tradición heredada del cristianismo a la luz del reconocimiento de la Dignidad humana que se inscribe en el valor de la pluralidad. En un momento en que aún se mantenía el ideal medieval “como el paradigma a que la acción cristiana debía aspirar”, realiza una crítica en la que señala que lo “único que se conseguía con esta actitud era que los intelectuales y políticos cristianos se separasen cada vez más del mundo en el que vivían y fueran perdiendo la capacidad de influir en los nuevos acontecimientos”. Una cristiandad encerrada en sí misma, los muros de la ciudad de Dios que permiten conservar la tradición pero también limitan la visión de una humanidad cada vez más diversa, que evitan la integración, la comunión con lo distinto.
La apertura a la Otredad se realiza en y desde el pluralismo, de lo contrario termina como una “diversidad que solo permite diferencias que estén en conformidad con el sistema”, fingiendo “una alteridad que en realidad no existe”. Maritain llama a reconocer en lo distinto, en lo antagónico, aquello que hay de provechoso para las sociedades, a través de una valoración certera y objetiva de sus aportes, sus reflexiones; este esfuerzo se instala y se realiza desde la visión del otro, y reconoce que “la rehabilitación de lo humano propia de la Reforma y del Renacimiento; la lícita petición de autonomía de lo profano respecto de lo sagrado con la consiguiente separación entre Iglesia y Estado; la emergencia de la pluralidad de la que se dedujeron consecuencias políticas; la toma de conciencia de que el nivel cristiano de una sociedad depende esencialmente de la actitud y de la calidad personal de los cristianos y no de una estructura institucional”, son, entre otros, “valores positivos y que, por lo tanto, debían ser asumidos en cualquier proyecto político y cultural futuro”.
Esta postura frente a la Otredad que reivindica el pluralismo se complementa con la también revaloración de la propia tradición cristiana, su aporte y su legado, a las sociedades de su tiempo, y es un paso determinante para la apertura que se dio en la propia Iglesia católica, así como en el actuar de las y los políticos católicos, tras el Concilio Vaticano II, y que tras la segunda guerra mundial fue la base de la Democracia cristiana que nació sobre todo en Europa y Latinoamérica, y que en países como Alemania, Venezuela, Chile o México fue capaz de encabezar, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, transiciones pacíficas y graduales a regímenes democráticos.
Maritain realiza una apuesta audaz, fincada en una tradición pero que interpreta la necesidad de apertura de la institución iglesia: apertura frente a lo distinto, diálogo como herramienta para el encuentro, salida del simplismo y los estereotipos con los que se recibe al otro… Una suma de prácticas que, derivadas de una revaloración de lo diferente a la luz de una resignificación de la pluralidad como valor de convivencia, inciden en la participación del cristianismo en la vida pública, potenciando sus capacidades, fomentando liderazgos que se enfrentaban a sociedades que ya era posible interpretar desde sus propios aportes, sus especificidades y sus particularidades.
El desplazamiento hacia la Otredad que propone el Humanismo integral parte de una actitud personal, individual, una disposición y un vuelco hacia la generosidad, hacia la voluntad de encuentro con lo distinto; curiosidad y apertura frente a lo diferente, valoración e incorporación de aquello que sin necesariamente estar contenido en los muros de lo propio, es capaz de enriquecer y sumar para construir lo común: la base de comunidades cada vez más receptivas a la multiculturalidad.
3) Tercera vía antes de la tercera vía
Gómez Morin y Maritain fueron conscientes de que un modelo como el capitalismo podía fácilmente prescindir –en nombre de la ciencia, del progreso y el desarrollo, de la riqueza– de la centralidad humana como origen y finalidad de la acción política; de que el mercado requería, como el Estado, como cualquier institución, contrapesos y equilibrios que evitaran que la sola acumulación de riqueza y el individualismo terminaran por convertirse en paradigmas de la actividad social. De igual forma, fueron críticos de un socialismo que hacía del Estado el sustituto de cualquier iniciativa individual o colectiva, suprimiendo la libertad individual, la iniciativa colectiva y cualquier manifestación, propuesta o crítica que no surgiera del propio Estado. Ambos apelaron por lo que años después, a finales de los años sesenta, el filósofo mexicano Efraín González Morfín llamó un cambio democrático de estructuras.
La polarización fruto de la guerra fría era en ese entonces un llamado a tomar partido entre dos sistemas políticos que se debatían el control del mapa mundial. Para González Morfín, la salida de esa rivalidad frente a ese “radicalmente otro” era una tercera opción, una alternativa que permitiera recuperar las libertades, la iniciativa y la diversidad que promovía el capitalismo, pero poniendo énfasis en las desigualdades que propiciaba un sistema que se ocupaba poco de quienes –personas o países– quedaban rezagados e inclusive marginados, sumando a la división capitalismo-comunismo la de países desarrollados-países subdesarrollados.
Esa tercera vía encontró en los textos Cambio democrático de estructuras (1969) y Solidarismo (1970) una solución que proponía la transformación profunda de las instituciones del Estado; el cambio –por la vía institucional y legal– debía realizarse a partir de los principios humanistas de la solidaridad y la subsidiariedad; la finalidad: armonizar el desarrollo económico con los valores democráticos de la igualdad, la libertad y, aporte innovador, la justicia social, que se incorpora como eje articulador de un esfuerzo por superar antagonismos que reducían, por la fuerza de ser necesario, la pluralidad que terminó por emerger tras la caída del muro de Berlín, en 1989.
Heredero de la convocatoria que hiciera Maritain en su Humanismo integral a resignificar la tradición propia a partir de la pluralidad, González Morfín propone una vertebración social que permita a esa sociedad organizada, a esa identificación de identidades y diversidades y su incorporación, sumar a la vida pública su conocimiento, asumir sus demandas, aprovechar su experiencia, organizar la participación para que pueda ejercerse como auténtico valor de y para la democracia; incluso, ahí donde su desarrollo lo permita, suplir al Estado para depositar en manos de las personas parte de la responsabilidad de lo público.
Este empoderamiento de la sociedad hace a la Persona menos dependiente, más libre y consciente del valor de su involucramiento en lo común: la subsidiariedad que, junto a la solidaridad –certeza de que la suma de más participantes construye un bien común más representativo y plural–, reúne los cuatro pilares del humanismo político clásico en una propuesta en la que “la sociedad civil no se compone únicamente e individuos, sino de sociedades particulares formadas por ellos; y una ciudad pluralista reconocerá a esas sociedades particulares una autonomía tan amplia como sea posible, diversificando su propia estructura interna según las conveniencias típicas de su naturaleza”. Estas palabras, escritas por Maritain, se reflejan en la obra de González Morfín, se sustantivan en propuestas de política pública durante su campaña presidencial, son la base de la plataforma política presentada por el Partido Acción Nacional para el proceso electoral de 1970… Un esfuerzo de participación personal, de reflexión filosófica, de propuesta política que permitiera salir de los extremos, de la negación constante del otro que anula ambos extremos e imposibilita el ejercicio de la política: una conciliación que dialoga con ambas partes, que logra una síntesis que toma, como impele el filósofo francés, aquello que hay en el otro, en la otra, que puede mejorar la convivencia y el desarrollo de la comunidad.
4) Reconocimiento: condición y urgencia del pluralismo
Negar el rostro y la voz, ignorar las realidades invisibilizadas que reclaman atención, obstinarse en no mirar aquello que tarde o temprano terminará por emerger como Otredad que irrumpe, atenta contra lo que Charles Taylor llama reconocimiento, categoría con la que estudia la forma en que las identidades que emergen en las sociedades se configuran desde el individuo hasta las comunidades particulares, y como la recepción que se tiene frente a esta manifestación nueva en el espacio público es definitoria para determinar las formas que conducirán una nueva convivencia: “el falso reconocimiento o la falta de reconocimiento pueden causar daño, pueden ser una forma de opresión que subyugue a alguien en un modo de ser falso, deformado y reducido”.
Como anticipo a lo que ocurre en este segunda mitad del siglo XXI, y a partir de asumir que la pluralidad sería uno de los grandes desafíos del futuro, el texto de Taylor advierte que “la democracia desembocó en una política del reconocimiento igualitario, que adoptó varias formas con el paso de los años y que ahora retorna en la forma de exigencia de igualdad de status para las culturas y los sexos”. Para superar ese reflejo de sí mismo que el capitalismo proyectaba en la figura de las Torres Gemelas a partir de la caída del muro de Berlín (y que simbólicamente lo proyectaban al infinito), las identidades que emergen desafían lo homogéneo, apelan a ser reivindicadas por las injusticias que se descubren tras la invisibilización de la propia identidad, y hoy se consolidan como presencia que confirman un camino que pone a prueba esos contenedores, esas formas de representación constantemente desafiadas, a las que se exige cambios, las que poco a poco –la gradualidad democrática– van incorporando a quienes reclaman mecanismos y herramientas para alcanzar la igualdad.
Frente a la prevalencia de las mayorías, el filósofo canadiense señala que “una sociedad liberal se distingue por el modo en que trata a las minorías, incluyendo a aquellas que no comparten la definición pública de lo bueno y, ante todo, por los derechos que asigna a todos sus miembros”; esta situación límite linda con la polarización autocracia-democracia que hoy padecen diversas democracias, puesto que, de manera organizada, nacen de identidades que cuestionan esa “definición pública de la bueno” y proponen alternativas que exigen ser representadas, consideradas, incorporadas al diálogo entre iguales que sustenta toda democracia. Reconocer implica, siempre, dignificar, devolver a la centralidad de la acción política a la persona: en este caso, a la persona que reclama otra forma de concebir lo común, lo bueno.
La obra de Taylor propone a la política de identidades de Canadá como alternativa para dar cauce a la irrupción de nacionalismos que buscan mantener una lengua, unas costumbres, unas tradiciones que tengan cabida, reconocimiento –dignificación– en un Estado multicultural; no obstante, no alcanza a vislumbrar el reto de la paradoja democrática que implica la pluralidad: el radicalmente otro que cuestiona los valores y principios del propio sistema democrático.
5) Deconstrucciones necesarias
Charles Taylor abarca los retos de un pluralismo que llega hasta las demandas de las identidades nacionales; por su parte, el Michael Sandel comprende que para alcanzar los cambios que sustantiven la nueva ola de derechos, los retos del reconocimiento, en la segunda década del siglo XXI, deben partir de realizar una labor crítica en torno al concepto de bien común, constituido bajo las premisas de un libre mercado que, dejando de lado labor igualitaria del Estado, ha generado brechas de desigualdad que vuelven imposible el contacto con la Otredad, con el distinto.
Brechas que marginan, separan o aíslan a quien escapa a la homogeneidad, que condenan la irrupción del otro y la asumen como amenaza. Brechas que facilitan la irrupción de liderazgos fortalecidos desde una radicalidad que cuestiona al sistema político de la democracia y el libre mercado: representación de quienes, no obstante los grandes avances del capitalismo en los últimos cincuenta años respecto de, por destacar un caso, la reducción de las inequidades, encuentran su propia condición indigna, menoscabada, instrumentalizada y relegada de las posibilidades de desarrollo.
Acudimos, además, a un tiempo de cambios y transformaciones sociales de calado profundo. La irrupción y normalización del populismo como alternativa dentro de las sociedades democráticas, utilizando los mecanismos democráticos pero proponiendo la transformación de esos mecanismos por otros más autoritarios, de mayor concentración de poder, ha traído consigo una serie de gobiernos y de oposiciones, tanto a la derecha como a la izquierda del viejo mapa político, que representan un riesgo para la democracia de libertades y consensos.
No obstante, hay en medio de la narrativa, las propuestas, los discursos y las acciones de este populismo, algunas razones que llaman a la reflexión: la denuncia de la desigualdad y las múltiples brechas que dividen a las sociedades, el llamado contra una corrupción que más allá de lo económico lacera el funcionamiento correcto de las instituciones, las de justicia, las de representación, las privadas y las públicas. La urgencia de atender esas razones es imperativa, porque son demandas legítimas y necesarias. Y sobre todo, porque son las que alimentan un discurso demagógico que una vez en el poder implementa soluciones ineficaces, divide a la ciudadanía en una polarización cada vez más riesgosa y termina es naufragios del tamaño de la utopía ofrecida.
La raíz de las desigualdades que alimenta el populismo es cierta y a partir de esa coincidencia, de ese punto de acuerdo, Sandel cuestiona una concepción del bien común que, al paso de los años, ha generado esas brechas cada vez más notorias, visibles e hirientes, porque a lo que acudimos al presenciarlas es a la injusticia que gracias a la tecnología hoy además puede ser vista, puede tener un rostro, ser persona y presenciarse en tiempo real. Su pregunta es: ¿por qué nuestra idea de bien común y nuestras formas de alcanzarlo generaron tales divisiones? ¿De dónde surgen? Y aventura una respuesta: el mérito y el esfuerzo individual como herramientas para salir de la desigualdad ya son insuficientes para lograr paliar las desigualdades que ha generado el sistema político-económico.
Y no porque ese sistema sea malo per se sino porque ha llegado un punto en que el reclamo popular frente a la desigualdad, la corrupción y las brechas múltiples ha alcanzado representatividad, es decir, un espacio en el espacio público. No es menor el desafío que arroja el filósofo ni su audacia. El cuestionamiento de la llamada meritocracia parte de la premisa que sí hay una desigualdad de origen que afecta a las personas, que influye en su desarrollo, en el acceso a oportunidades: educación, empleo, salario, renta…; esa inequidad profunda subyuga también en la capacidad individual y colectiva de aspirar a ser lo que cada quien sueñe ser, e incluso lleva a que los mismos méritos, esfuerzos y capacidades sean insuficientes para paliar unas brechas ya demasiado amplias, que imponen un régimen que se torna tiránico, que humilla y condena a quien fracasa, y que frente a eso estamos obligados a pensar soluciones y alternativas.
La que Sandel propone es entender que la división que generan esas brechas ha llevado a que la sociedad, la comunidad, se fraccione, se divida y se distancie a partir de perder lo que la lleva a ser comunidad: lo común. Porque lo común que hoy reúne a la ciudadanía, afirma el filósofo estadunidense, se reduce a un “bien común consumista” incapaz de trascender lo individual. Frente a ello existe un “bien común cívico” que se sustenta en la necesidad de encuentro con ese otro que, habiendo ya irrumpido en la vida pública, apela por principio a esas desigualdades, que urge su consideración específica como eje de análisis de sus necesidades e intereses, de sus argumentos y sus razones.
Y las razones para hacerlo no son pocas. Desde la visión humanista, pone a prueba un modelo de solidaridad que debe resolver, por principio, la manera de hallar coincidencias con el otro, de anteponer la empatía a una radicalidad polarizante en la que los extremos se anulan, se niegan: de ofrecer una vía alternativa. Desde la visión pragmática, porque el cambio hacia modelos autoritario-estatistas no asegura ni mucho menos augura una opción mejor. La tiranía del mérito plantea una alternativa que cuestiona, que hace una crítica a uno de los conceptos pilares del humanismo, de la Doctrina social de la Iglesia católica, de nuestro propio tiempo: el bien común. Un alternativa que plantea el aggiornamiento que nuestra realidad exige a esas ideas que, en congruencia con la propia tradición humanista, mantienen su vigencia porque son capaces de mirarse a sí mismas, cuestionarse y modificarse. Como fue el Humanismo integral de Maritain: capaz de dialogar con la otredad, con la diferente, con las nuevas manifestaciones de la pluralidad.
Este esfuerzo de deconstrucción del concepto bien común y, con ello, la visibilización de sus límites y su necesidad de actualización es similar al que, con respecto a la igual dignidad de la Persona humana, se realiza en el libro Elementos para un feminismo humanista: la construcción histórica de la concepción de Persona padece de una visión masculinizante que, no obstante su pretensión inclusiva e igualadora, generó sociedades que, ya fuera desde el Estado, la familia, el mercado o la propia sociedad, relegaron a las mujeres a un plano secundario, dependiente y de sometimiento: un atentado contra el mismo concepto de Dignidad humana.
Frente a ello, la propuesta es analizar las raíces de esa concepción heredada, identificar de dónde proviene su constitución bajo los preceptos de un mundo erigido en torno a la figura del varón, y proponer una reinterpretación de ese concepto de Persona pero ya desde la visibilización y el reconocimiento del Ser mujer, desde una forma complementaria de ser y de estar en el mundo, una que en principio fue despojada incluso de sus derechos más básicos y que poco a poco logra avanzar hacia una igualdad sustantiva.
IV. Conclusión
Las reflexiones, las y los autores, y las propuestas que se exponen en el presente ensayo son, en conjunto, una invitación a superar legados y tradiciones: a dialogar desde esa pluralidad que emerge e irrumpe en ocasiones pacíficamente, otras mediante la violencia, y que pone a prueba la capacidad de los propios valores de la democracia, porque roza sus límites, porque los reta con esas paradojas que, extendiendo la de Karl Popper, distinguen a las épocas transicionales.
Tienen con común, además, el ser ideas que se generan lejos de los grandes escenarios donde se realiza y se pone en práctica la política; que buscan, sin duda, sacudir la forma en que se concibe un sistema político frente a contextos cambiantes, pero que entienden la importancia de la gradualidad que requiere y exige no solo la democracia, sino también el pensamiento académico e intelectual que la debe acompañar como crítica, como forma de escrutinio de lo público, como disrupción en el orden de los modos y las formas establecidas. En ese sentido, el espacio dialogal que proponen, la restitución de puntos de encuentro para generar ambientes propicios al acuerdo, así como la actitud frente a la Otredad, son baluartes que la propia democracia hoy debe recuperar, promover y, sobre todo, idear de acuerdo con los principios de participación y pluralidad.
Son también fruto del análisis de un sistema y unas sociedades cada vez más complejas, más demandantes y que exigen de un tratamiento desde su propia especificidad, ahondando así en la comprensión del otro, de la otra, reconociéndole porque precisamente parten de una disposición de apertura frente a nuevas expresiones, frente a un distinto con el que se sabe es necesario construir en común, lo común: la propia democracia, y que esta se fortalece a partir de sustantivar, de hacer tangibles aquellas garantías que consagran desde los tratados internacionales hasta las leyes nacionales y los códigos locales. La complejidad permite un marco de análisis que contribuye a abandonar el maniqueísmo, el “sí y el no”, la rivalidad mimética, las concepciones preestablecidas y aquellos paradigmas superados y rebasados por nuevas vigencias que exigen inclusión e igualdad.
Esta salida de la radicalidad corresponde, en primer lugar, a quienes han detectado su potencial nocivo para la vida democrática, una salida que convoca tanto a la reflexión teórica como a la praxis política. La determinación a encontrar lo común entre lo distinto es obligación también de quienes ejercen la vida pública, sobre todo la llamada clase política, en un desplazamiento que vaya desde lo propio hasta lo ajeno y se realice en la conjunción y construcción de acuerdos. Ni todo lo propio es excelente ni todo lo ajeno es rechazable: salir de esta postura implica una disposición a la generosidad, una convicción del gradualismo y una vocación al diálogo con incluso el radicalmente otro.
En cada una de la y los autores comentados existe, de igual forma, la convicción de que los valores propios de la democracia deben ser los que sirvan desde su reafirmación, desde su expansión y desde su revisión, para abrir la posibilidad de un porvenir común más inclusivo y más igualitario: valores revisitados para conformar una mejor democracia. Esa ampliación de conceptos que parte de su propia revisión crítica permite, sobre todo, mantener la vigencia a la que impele una realidad en constante cambio, un momento de transformaciones que no puede ni anclarse en lo pasado ni claudicar de sus propios principios: participación se trata de mayor y mejor participación, no de deshumanizar gradualmente a partir de encierros parciales, gregarios o políticos; pluralidad apela a un espacio abierto a lo diverso, donde incluso lo totalmente distinto debe contar con la posibilidad de expresarse y sumarse pacíficamente, y no a un mecanismo que legitima motivos por los que determinado grupo debe quedar excluido.
Estas obras surgen, sobre todo, de un contacto cercano, científico y técnico, con la realidad. No imaginan paraísos en la Tierra ni sugieren utopías, renacimientos ni refundaciones; toman lo propio y desde lo propio (principios humanistas, valores democráticos) se enfrentan a un mundo que se aborda desde la exclusión, desde la marginación y la injusticia. No es el mundo imaginario de un futuro soñado ni la vuelta absurda a un pasado dorado; no es el mundo reducido de quien busca acotar, restar o excluir, de quien teme a lo distinto y responde a su presencia con desprecio o temor: es el mundo abierto a la experiencia compleja del otro a partir de su dolor –la experiencia vital más intensa–, reconocida y revalorada desde la igual dignidad humana. El mundo de un profundo encuentro con la Otredad.
Como último elemento en común, cada uno de los libros brevemente expuestos en esta sección es una suma de ideas que, desde su propio tiempo, abre las puertas a un futuro que, si bien incierto, es ya factible delinear en su tendencia a revisar las capacidades y posibilidades de la pluralidad y la participación. Al pertenecer a una época específica, la vigencia de algunas de sus ideas ha concluido, no así el ejemplo de tendencia a la crítica, la solidez de los valores que determinan el marco de análisis, así como la vigencia de los principios que refrendan a la dignidad de la persona como originaria y destinataria de toda actividad humana. En ese sentido, no son ni tótems ni monolitos, y nos invitan desde su propia tradición a hacer lo propio con sus preceptos: revisarlos a la luz de nuestro propio tiempo.
Pluralidad y participación como elementos para salir de la radicalidad son, así, el camino para construir un centro político donde, desde las ideas y la reflexión, desde el contacto con la realidad más profunda y las necesidades más urgentes de las sociedades como plataforma y base de toda acción política, sea posible devolver a los valores democráticos y a la Dignidad humana su preeminencia e incluso su necesidad, y con ello dejar esos extremos donde la cerrazón, la intolerancia, la negación de lo distinto y la violencia atentan contra el futuro de nuestra convivencia como distintos, como el otro que siempre seremos para alguien más.
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